martes, 30 de noviembre de 2010

3. LOW COST, LOW TODO

Dicen los expertos que un avión es, con mucho, el medio de transporte más seguro que existe y que su índice de seguridad está muy por encima del riesgo de desacarrilamiento de los trenes o del choque frontal de un vehículo a motor en una serpenteante carretera secundaria. Desde mi ignorancia tecnológica (no entiendo ni el funcionamiento teléfono, ni la televisión, ni siquiera cómo demonios se mantienen los barcos a flote), acato su dictámen.

Los nuevos tiempos y las nuevas modas, sin embargo, pugnan con fuerza por llevarles la contraria. Y es que meterse en un avión se está convirtiendo en un deporte verdaderamente de riesgo: ríase el lector del rafting, el puenting, el paracaídismo y otras lindezas semejantes, donde los valientes exponen sus cuerpos al más catastrófico de los accidentes. Desde hace unos añitos, con la llegada de las líneas de Low Cost y el consiguiente abaratamiento de los billetes aéreos (que invita a viajar a tierras lejanas hasta a quien ni ha pisado las afueras de su pueblo), los aviones han dejado de ser un lugar más o menos confortable y a todas luces friendly para convertirse en un verdadero infierno que ni Dante en sus peores pesadillas.

Mi humilde experiencia de viajera aérea desde muy niña (en esos años tempranos sobre todo del Puente Aéreo, ahora en proceso de extinción gracias al bienaventurado AVE Barcelona-Madrid y viceversa), me ha llevado a pensar que, dado su frenético y acelerado descenso hacia la cutrez más absoluta, las compañías aéreas debieran suministrar, previamente al trance de meternos con calzador en sus aparatos, una pequeña botellita de licor de 40 grados por pasajero (de esas que hallamos en los minibares de los hoteles); sería un modo "amable" de hacernos el viaje más placentero. Es tan reducido e insuficiente el espacio que se destina a cada ser humano, que juraría que en un futuro no muy lejano sólo podrán viajar los enclenques y los niños menores de once años. Quienes medimos más de 1,70 m, nos las vemos y nos las deseamos para encajar nuestras piernas en esos fosos enanos que les han sido destinados. Por no hablar de la imposibilidad de realizar un simple estiramiento de brazos (como el que suele acompañar a algunos bostezos): corremos el riesgo de sacarle un ojo al vecino o directamente chocar contra el respaldo del asiento delantero, que está plantado a dos palmos exactos de nuestras narices. Y eso sin contar con que nos toque una persona generosa de carnes en las proximidades (eso ya puede ser el acabose), por no hablar de los que optan por reclinar sus asientos (¡cabronazos!).

Lo dicho, alguien (por ejemplo los gobiernos) debiera poner límites a esa reciente afición de las compañías aéreas a tratarnos como al ganado que se hacina en los camiones que todos hemos visto alguna vez, en los que gorrinos, ovejas o gallinas se agitan buscando resquicios de aire respirable.

Así las cosas y siendo ya nefando el servicio ofrecido en esos vuelos a veces larguísimos, viene a empeorarlo la escasa adaptación que muestran los pasajeros a esta nueva modalidad de transporte. No sólo no son conscientes de la mengua del espacio vital de cada cual, sino que lo invaden groseramente más allá de los límites tácitos. ¿Dónde se ha visto que antes siquiera de parar los motores del avión, cuando las señales que obligan al uso del cinturón de seguridad centellean aún, el groso de los ocupantes se levante como un solo hombre (con el riesgo de dejarse la cocorota en el intento) e invada raudo el pasillo central, a todas luces estrechísimo. ¿Alguien les ha dicho a esos benditos que no van a salir antes en modo alguno? ¿Quiere de una vez el personal de vuelo de Ryanair, Vueling, Easyjet, etc. hacer que esa panda de gilipollas se quede quietita en sus asientos?

Dentro de poco los psicólogos recomendarán los vuelos de Low Cost como terapia de choque para quienes, haciendo gala de un espíritu antigregario muy poco acorde con el siglo, insistan en vivir ajenos al cotidiano hacinamiento. ¡Qué lejos aquello de que el progreso nos hará libres! Y es que el Low Cost va a acabar dejándonos por debajo de nuestras más humildes aspiraciones.

2. ¿HUELGA GENERAL? VERGÜENZA NACIONAL

Viene esta reflexión a colación de la huelga general celebrada el 29 de septiembre.

La huelga tiene su origen en la Revolución Industrial, que supuso la eclosión del trabajo asalariado. Pero desde los ludistas que rompían máquinas en la Inglaterra de principios del XIX, ha llovido mucho y el mundo ha cambiado también mucho, aunque lamentablemente no en todas partes en la misma proporción, lo que hace que la lucha por una igualdad real sea aún muy necesaria.


En 1975 (año glorioso en este país), el esfuerzo de muchos hizo que el derecho a huelga pasara a ser aquí una opción de la que disponen los trabajadores, entendida como medio legítimo de reivindicar la mejora de las condiciones laborales.

Por desgracia se usa tan mal que da vergüenza ajena, por lo que el sindicalismo (nacido para defender a la clase trabajadora, que por cierto somos casi todos) ha pasado a convertirse en un movimiento que haría bien en extinguirse.

No estoy diciendo con ello que no deban existir organismos que velen por el presente y el futuro de todos, por supuesto que debe haberlos, sino que los que actualmente dicen hacerlo (UGT, CC.OO...) no sirven. ¿Para qué quieren/queremos los trabajadores a unos dirigentes sindicales que al tiempo que defienden el derecho a huelga niegan el derecho al trabajo de quienes no quieran hacerla?

El problema de España es que hay demasiado vago suelto y demasiado corto mental que se deja guiar como un cordero, atendiendo a consignas que nadie con dos dedos de frente seguiría. Ver a unos ciudadanos (si es que se les puede llamar así), ataviados con los colores sindicales, quemando contenedores y ruedas, rompiendo cristales, dañando vehículos, agrediendo verbal y físicamente a quienes no piensan como ellos, es bochornoso. Y una se pregunta dos cosas:
1) ¿Cómo puede ser que al día siguiente no sean expulsados de los sindicatos a que pertenecen (sin posibilidad de readmisión, por supuesto)?
2) ¿Cómo puede ser que sus actos vandálicos no los lleven directitos a comisaría, que es donde irían de llevar a cabo cualquiera de esas actuaciones otro día del calendario?
Que ese día la calle se convierta en territorio comanche es un despropósito y un atentado contra las libertades conseguidas con tanto sudor por gentes pacíficas y sensatas que lucharon por un estado de derecho.


¿Empresarios explotadores, trabajadores puteados? Eso ya pasó a la historia. Ahora los trabajadores tienes tres televisiones, dos coches y los sábados se pasean por IKEA. ¿Piquetes en las puertas de las fábricas, en las cocheras de autobús, en las estaciones de tren, en los centros comerciales? ¡Por favor! Toda la escoria que participa en esos actos vandálicos debería ir derechita a la frontera, despojada de todos sus derechos legales y sociales. A esos delincuentes, porque no merecen otro nombre, no los queremos en este país que sí se esfuerza a diario por progresar y dar a sus hijos un futuro mejor. Toda esa gente no merece educación gratuita ni sanidad gratuita ni derecho a voto y mucho menos prestación de desempleo.

Huelga, sí, por supuesto, cada vez que sea necesaria: huelga de brazos caídos, concentraciones silenciosas frente a los organismos pertinentes y lo que haga falta para salvaguardar derechos fundamentales. Y sobre todo, una asistencia masiva a las urnas. Se acabó el decir yo no voto porque no me gusta ningún partido. Si no votas, luego no te quejes.

PD: Por si alguien anda errado, quien esto firma vota siempre a partidos que defienden posturas progresistas y creen en la justicia social.

1. PENSAR Y RESISTIR

Me viene a la cabeza la frase de Descartes, el célebre "Pienso, luego existo" que en latín reza "Cogito ergo sum". Y allí donde el ilustre francés categoriza, él siempre tan racionalista, yo dudo, dudo, dudo; será porque los hay que aún pensando, parece que no existan.

Pienso por ejemplo en los votantes de partidos que propugnan carpetovetónicos modos de vivir, teñidos de homofobia, racismo y otras lindezas semejantes, y que ajenos a todo, acaso por herencia genética o cultural, se encastillan en posturas enemigas del sentido común. Y también en aquellos que siendo fieles a doctrinas descaradamente contrarias a cualquier atisbo de raciocinio, se aferran a su fe como a clavos ardiendo. Por no hablar de quienes con su incivismo hacen la vida imposible al que está al lado, demostrando que jamás entendieron que el pájaro que ensucia su propio nido es un idiota y otro tanto el que ensucia sus propias calles, atenta contra la tranquilidad de su vecino, boicotea los servicios comunes, etcétera...

¿Piensan ellos?, me pregunto. Sin duda lo hacen: piensan como les place y yo lo aplaudo, y si hiciera falta por su derecho a seguir haciéndolo daría un brazo, pues soy de las que creen que en la libertad de expresión sigue estando la clave de cualquier progreso. Piensan, hemos dicho, ¿pero existen? Aquí la cosa se complica. Me planteo la cuestión y dudo, dudo, dudo. ¿Respiran el mismo aire que yo, pisan las mismas calles, usan los mismos transportes públicos, se sirven de los mismos hospitales? ¿Ven acaso las mismas noticias en los telediarios? ¿Escuchan los mismos trágicos sucesos en la radio? ¿Advierten la barbarie que late aún con tanta virulencia en cualquier parte? ¿Abren los ojos y los oídos al salir de sus casas? Mis amigos y yo sabemos de abusos, injusticias, lapidaciones, presos políticos, salvajes violaciones, miseria y latrocinio... ¿Las desconocen ellos?

Ante tal magnitud del sinsentido, viendo que sus inclinaciones poco tienen que ver con un futuro más digno para todos, con un mundo más justo y mejor repartido, y viendo asimismo cómo se empeñan en defender posturas tan contrarias a la civilización, con qué convicción yerran, decido que si pienso, sólo me queda resistir. Así que si pienso, resisto. Y es que otro modo no sé de ser para que sirva de algo.