martes, 1 de mayo de 2012

19. POSTDEMOCRACIA

Si las nuevas tecnologías, lo queramos o no, están conllevando cambios en los individuos a nivel antropológico y también neuronal, cambios que empiezan por distinguir entre individuos nativos e inmigrantes digitales, o lo que es lo mismo, entre individuos mejor o peor preparados para esta nueva era, está claro que la consecuencia primordial de estas nuevas tecnologías, la globalización, cuyas virtudes y defectos hace ya un tiempo que gozamos y sufrimos (no sé si necesariamente por este orden), supone también un antes y un después en todos los ámbitos, de entre los que podríamos destacar el social, el político y el económico. Ningún sector permanecerá ajeno a la irrupción de un nuevo de paradigma de la magnitud de este, que algunos han bautizado ya como tercera revolución industrial o revolución científico-técnica (suma de las nuevas tecnologías y de las energías renovables).

Al igual que los primeros grandes viajes propiciaron el ensanchamiento del planeta (la Ruta de la Seda, la Ruta de las Indias… y, cómo no, el descubrimiento del Nuevo Mundo), las nuevas sendas que abre Internet a cualquiera con una conexión a mano y cuatro conocimientos informáticos básicos, son casi infinitas. Afirmar que la crisis financiera actual (por mucho que nos desvele) es nuestra única preocupación, es cuanto menos de irresponsables. De hacerlo, cabría la posibilidad de trampear la crisis, pasar a un nuevo estadio en el que la economía mal que bien volviera a funcionar sin grandes sobresaltos y no haber entendido nada. Creo que cualquiera con dos dedos de frente desea que eso no suceda.

Y es que afirmar que no estamos ante un cambio histórico sería empeñarse en una vana ceguera (que en Milton y en Borges pudo ser muy productiva, pero que dudo lo fuera en los demás). Internet lo ha cambiado todo, del mismo modo que la radio o la televisión transformaron en su día la comunicación de un modo radical imponiendo sus respectivos lenguajes. Desde los pliegos de cordel que vendían los ciegos cantores por aldeas y caminos, desde las noticias propagadas a voz en grito por los pregoneros en las plazas de los pueblos, hasta este nuevo instrumento ya insoslayable que nos comunica con cualquier rincón del globo en unos segundos, hay un largo recorrido que nos ha llevado de la más absoluta desinformación a la sobreinformación.

A mediados de los noventa Michel Collon ya avisaba: ¡Ojo con los media!, en un volumen así titulado que aplaudió incluso Chomsky y donde cuestionaba la veracidad de la información, altamente manipulable. Ahora, la democratización de Internet ha hecho que a la información tendenciosa se sume la sobreinformación, con esa carga peyorativa que comparte con la sobrealimentación o el sobrecalentamiento del planeta. No hace falta ser un lince para advertir sus nefastas consecuencias: el acceso a datos de lo más dispar nos convierte a todos en unos pequeños Punset, creyéndonos así autorizados a hablar de cualquier asunto sin verdadero conocimiento de causa, edificando sobre cimientos de cartón piedra un saber acumulativo mal digerido y de escasísimo calado. A este respecto la crisis resulta hasta divertida: los bares de barrio están llenos de expertos en economía mundial que, aunque sigan luciendo el palillo en la comisura de la boca, albergan dentro a un fogueado profesor de ESADE.

Pero acaso ese sea tan sólo un daño colateral y no demasiado difícil de solventar si somos capaces de discriminar entre información y desinformación, y de enseñar a la población a crear los criterios para hacer otro tanto al mismo tiempo que se les enseña a mover el ratón y a navegar. Lo que sí tiene consecuencias insoslayables, que han propiciado entre otras cosas el movimiento 15 M aquí y, a orillas de nuestro Mediterráneo, las primaveras árabes, es el acceso inmediato a la información. Es pues la velocidad y no la cantidad la que marca la diferencia respecto a décadas anteriores, cuando había que esperar a que la prensa extranjera llegara al quiosco más cercano con algún día de retraso.

Incluso quienes renegamos de las redes sociales (y nos resistimos a usarlas para no quedar presos en su pegajosa telaraña), tenemos que admitir que cumplen a la perfección su función de voceros al estilo de los pregoneros de antaño, aunque sus transmisores calcen zapatillas Nike y no alpargatas y estén cómodamente arrellanados en sus sofás y no a la cruda intemperie. Eso sí, no creamos que la población mundial entera ha hecho un curso rápido de redacción y mecanografía; como dice el experto en mass media José Sanclemente: “El 90% de los contenidos de las redes sociales lo produce el 10% de sus miembros”.

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Sumada a la abundancia informativa, la velocidad es asimismo la que está implantando una nueva forma de pensar la política: allí donde invitaba ayer a votar cada cuatro años y supervisar desde la distancia la actuación del gobierno de turno como quien ve crecer un árbol abandonado a su suerte, invita ahora a la participación activa y acaso diaria, poda incluida. Porque la inmediatez implica cercanía, proximidad, contacto. Los ciudadanos de hoy ya no son los ciudadanos de hace siquiera un lustro, y es por ello que surge el descontento, no tanto por la crisis y sus consecuencias prácticas (que también), sino porque teniendo acceso a mucha más información que antes y en un tiempo récord, las explicaciones sobre lo que se teje y se desteje desde los poderes públicos ya no satisfacen. Le sucedió a quien en su día empezó a leer dos periódicos en lugar de uno: vista la disparidad, cuestionar lo que leía se tornó práctica habitual.

La globalización invita al espíritu crítico, a la comparación y a la detección del agravio. Lo que un gobierno oculta, lo que un periódico maquilla, un ciudadano puede sacarlo a la luz sin cortapisas en un periquete con material gráfico incluido y alcanzar el preciado podio del trending topic. Ya no hay coartadas ni subterfugios. Si la abundancia de medios gráficos en los actos políticos ha permitido retratar al mismísimo Sarkozy guardándose el reloj en el bolsillo antes de estrechar la mano a unos simpatizantes, ¡qué no serán capaces de hacer los mil iphones que corren por ahí! Ahora el emperador va desnudo y todos podemos no sólo verlo sino hacernos eco de su desnudez. Se impone pues la transparencia y se impone la participación, en esos dos parámetros tiene que moverse esta nueva era política, que pugna por edificarse sobre los pies de barro del descontento popular, aún titubeante más no por ello, como hemos visto, silente.

¿Postdemocracia? Por qué no. Si el capitalismo ha mostrado ya la cara menos amable (en forma de excesos, abusos y extralimitaciones de todo tipo y condición, no exclusivamente financieros), ahora empezamos a vérsela a la democracia, moldeada en función de servidumbres injustificables y amparada en opacidades no menos injustificables, que existen desde sus orígenes, cierto, pero que sólo ahora han sido iluminadas por los potentes focos de la globalización. La cara sombría del capitalismo la explica una bibliografía abundante, en cuya cosecha más reciente acaso quepa destacar La doctrina de shock, de la valiente Naomi Klein, que sigue sin tener pelos en la lengua. Al documental resultante del libro, que debiera ser de visionado obligatorio, puede accederse clicando aquí: http://www.youtube.com/watch?v=Nt44ivcC9rg&feature=related

En cuanto a la democracia… Ahí las voces críticas discrepan a la hora de detectar las mayores fisuras. Para unos la gran lacra es la servidumbre de los mercados, para otros la codicia de los gobernantes (capaces de alcanzar el poder con un programa y engañar luego a su electorado haciendo lo contrario). Ni que decir tiene que ambas son perfectamente compatibles y complementarias, para lamento de muchos. ¿Tan complicado es detectar de qué pie cojean nuestras democracias para poder acto seguido renovarlas? Escribía acertadamente Guillem Martínez en El País (22/04/2012) que la democracia no es una ideología, a pesar de los muchos intentos por ideologizarla. Es probable que a ello se deba que no acaba de encontrarse el hilo del que tirar para replantearla como merece y como merecemos todos los que nos servimos de ella (la palabra “usuario” me parece aquí excesivamente tecnocrática).

Así pues, si la democracia no es ni más ni menos que un sistema de gobierno y no la emanación directa de un capitalismo rastrero e inhumano (capaz de generar más desigualdades que igualdad, más desasosiego que equilibrio), como tal debe ser tratado, es decir, en función de su buen o mal funcionamiento. El descrédito de la política, la salida a la luz de casos de corrupción que claman al cielo, el peligro de ascenso de opciones populistas o extremistas, debieran ser razones más que suficientes para cuestionar su validez. Y ahí entra la sociedad civil (nadie va a dinamitar la democracia desde los órganos de poder, no seamos ingenuos). Si ahora todos los ciudadanos somos accionistas que acudimos a un consejo de administración con la carpeta bajo el brazo, carpeta que antes sólo manejaban unos pocos, debe producirse un cambio en las relaciones ciudadano-Estado. Ya no basta cumplir con el derecho a voto y echarse a dormir.

Reclamar referéndums en cuestiones clave, fomentar las redes de interacción público-privado, intervenir en la mejor gobernanza mediante la implicación en la gestión local… Son incontables los caminos para participar activamente e invitar con ello a la transparencia de los órganos de gestión. La quiebra de un sistema financiero globalizado no puede ser tomada como un tropiezo aislado sino como un fallo asimismo global, que exige un perentorio viraje hacia una nueva forma de buen gobierno. Las actuales estructuras, tal cual las entendemos, están quedando obsoletas. Si la democracia, tal como es hoy, no cumple con la misión para la que está destinada, tendrá que ser modificada.

Es probable que el actual estado de confusión en que vivimos y que nos ha dejado tan aturdidos como a los enfermos recién salidos de la anestesia, entorpezca nuestra capacidad de reacción. Por fortuna son muchas las lecturas iluminadoras que pueden ayudar a disipar las nieblas caliginosas que nos envuelven, para que no nos alumbre tan sólo el foco cegador de la globalización. Ahí va una muy reducida lista de títulos recientes: El desgobierno de lo público (Ariel), de Alejandro Nieto, donde se retrata la política como negocio y la partitocracia como epidemia. ¡Votad la desglobalización! (Paidós), del francés Arnaud Montebourg, que propone un acercamiento de los medios de producción y consumo. La ciudad en llamas. La vigencia del republicanismo comercial de Adam Smith (Montesinos), de David Casassas, donde se evidencia la necesidad de un proceso civilizatorio que contrarreste los males de la modernidad. Más allá del crash: apuntes para una crisis (Los libros del lince), de Santiago Niño Becerra, que la define no como una recesión sino como una crisis sistémica y por tanto necesitada de medidas nuevas. Y Diguem prou! Indignació i respostes a un sistema malalt (Angle), de Arcadi Oliveres, donde reflexiona sobre la moneda única, las SICAV, los paraísos fiscales, el 15-M y otros temas de rabiosa actualidad.

Vale la pena también tener en cuenta las reflexiones del cosmopolita plantel de pensadores de “The Aftermath Network”, encabezados por el sociólogo Manuel Castells, dedicados a estudiar el después de estos años volcados en la exaltación del estado del bienestar. Una muestra de sus ideas se recoge en el documental “El després de la crisi”: http://vimeo.com/39889722

Por su parte el austríaco Christian Felber, invitado del excelente programa “Singulars” del catalán Canal 33, es el promotor del modelo denominado “La economía del bien común”, una propuesta alternativa que puede parecer utópica pero no es más que una exhortación a la economía sostenible en un momento en que un cambio en el flujo económico no sólo es posible sino necesario.

Y para rematar este listado de sugerencias, recordar que la participación directa en cuestiones de candente actualidad es posible sin moverse de casa y del ordenador. Con un solo click pueden iniciarse o apoyarse peticiones de diversa envergadura, algunas de ellas de gran alcance. Basta acceder a las webs de Amnistía Internacional, Avaaz o Actuable (próximamente Change.org).