“El verdadero objeto de los libros es engatusar al cerebro para que piense
por cuenta propia”.
Christopher Morley, autor de La librería ambulante
Cuando leo que el gobierno de
Brasil ha puesto en marcha en algunas de sus prisiones federales una medida
cuanto menos inusual, que consiste en reducir las condenas de los presos en
función de los libros que estos lean, inevitablemente sonrío: “El mundo empieza
a girar en la dirección correcta”, pienso. Cada libro leído regala al interno
cuatro días en la calle, a restar de su periodo de reclusión. Y si es capaz de
leer una docena al año, su afición lectora se traducirá ni más ni menos que en
cuarenta y ocho días de libertad por la patilla, que para alguien acostumbrado
al aire enrarecido del trullo deben de saber a pura gloria. “Con mi ritmo de
lectura (sin duda perjudicial para la vista y el bolsillo), antes de entrar en
la trena yo ya habría salido”, me digo para mis adentros.
Que la mayoría de presos
brasileños no cuenten en sus delictivos currículums siquiera con la educación
básica no deja de ser una triste paradoja en esta ventajosa invitación a la
lectura, aunque precisamente por ello pueda suponer un acicate aún mayor. Bien
enfocada, incluso es probable que dicha campaña sirva para aumentar los índices
de alfabetización. Espoleados por esta iniciativa, me pregunto qué leerán los
presos brasileños. ¿El último best seller de Paolo Coelho o la autobiografía de
Reinaldo Arenas? ¿El penúltimo best seller de Paolo Coehlo o Diario de Lecumberri, del colombiano
Álvaro Mutis? ¿Acaso Los muros de agua,
del méxicano José Revueltas? ¿El beso de
la mujer araña, del argentino Manuel Puig? ¿O quizás Papillon, del francés Henri Charrière? No creo que los huéspedes de
las prisiones brasileñas estén muy interesados en regodearse en tristes y
lóbregas historias carcelarias, de modo que está claro que poco o mucho se
icrementarán las ventas del Sr. Coelho.
Como confieso que soy una lectora romántica, especie sin duda en peligro de extinción, no puedo evitar imaginar a un benévolo bibliotecario de gruesas antiparras guiando hábilmente las lecturas de los reclusos más avezados. En mi fantasioso magín lo veo recomendando a un joven descarriado el capítulo octavo del Quijote, donde el buen Alonso Quijano se enfrenta a los molinos de viento creyéndolos gigantes, o bien a un reincidente el veintidós, donde el hidalgo se encuentra con una docena de hombres condenados a galeras, de los que se lleva una lección, así como una buena somanta de palos. Quizás incluso a algún anciano nostálgico una novelita de Jane Austen, con la que transportarse a confortables salones llenos de bonitas jóvenes casaderas y huir por unas horas del monótono paisaje de velludos pechos tatuados. Aunque sepa que abundan, admito que visualizar a una reclusa me sigue costando, discúlpenme.
Lejos de los barrotes de las
cárceles, en el mundo de las puertas abiertas y las fronteras mal que bien franqueables,
está el lector que lee exclusivamente por placer y no impelido por el
calendario de su desdicha, casi siempre arrellanado en un mullido sofá o en una
tumbona de playa, quien busca también ser libre a su manera: viaja allende de
mares y montañas, deja atrás la rutina de los días, saborea frutos prohibidos, se
erige en aquel o aquella que jamás será y siestea abrazado al objeto de su
ensoñación. No existe método alguno más económico y exento de riesgos para evadirse
de uno mismo que abrir un libro y zambullirse en él, dejándose llevar por el
flujo envolvente a que nos empuja. “Para llevarnos a tierras lejanas no hay
mejor fragata que un libro” (Emily Dickinson). Creo firmemente que podría vivir
sin escribir, pero no sin leer.
Han sido tantos los momentos de
gozo que hasta la fecha la lectura me ha deparado, que no doy abasto para
recordalos. Sí tengo muy presente algunos de ellos por su carácter iniciático,
como la visita ocasional a la casa de unos amigos de mis padres, con hijos ya crecidos,
de la que salí pletórica con una caja inmensa que albergaba la colección entera
de los clásicos juveniles que en los años cincuenta y sesenta publicó la
editorial Bruguera, y que entonces, en los ochenta, ya amarilleaban como piezas
de colección y cuyas páginas desprendían ese característico olor a libro viejo
que a decir de los científicos es el que permite, química mediante, su
conservación. Los devoré con avidez y los conservé largos años, hasta que ya no
cupieron en mi biblioteca, que creció y se multiplicó. A decir verdad, ahora
lamento haberme desprendido de ellos, por lo que quisiera pensar que estarán alimentando
la capacidad fabuladora de algún preadolescente novelero y no serán prosaica pasta
de papel destinada a la edición de guías telefónicas.
Porque nos consta que hay jóvenes
que aún leen, como atestiguan las reediciones de algunos títulos agraciados con
el beneplácito de las modas (niños magos, romances edulcorados, vampiros palidísimos...),
que enseguida devienen en películas de gran éxito. Mas a decir de editores y
libreros las ventas se derrumban como castillos de naipes (y no precisamente
porque aumente la lectura gratuita en las bibliotecas), por lo que cabe afirmar
que mientras a nuestros menores les interesan mayoritariamente las maquinitas
de toda clase y condición (consolas, móviles, tablets...), a nuestros adultos
ya no se sabe qué les interesa. Claro que no es de extrañar, dado el caldo de
cultivo que estamos dejando que fermente, hay que decir que para oprobio de
nuestra sensatez.
Mientras en países vecinos las
letras siguen siendo un puntal, y se traducen en facilidad de expresión y de
discusión, los programas de enseñanza nacionales reducen a marchas forzadas y de
modo alarmante sus contenidos, convirtiéndolos en un popurrí infecto de
fragmentos de textos cada cual más facilón, en un intento espurio y pueril de
atontar a los ciudadanos ya desde su tierna infancia, impidiendo que templen su
capacidad de discernimiento. No contento con ello, va el gobierno y decide
subir el IVA a los productos culturales como si de artículos de lujo se
tratara. ¡Brindemos por la falta de sentido común!
Cualquiera pensaría que los
encargados de administrar nuestro país ignoran la endeblez de nuestros
fundamentos. Creerán que aquí vamos por los bares citando a Shakespeare y que en
las charlas de autobús sacamos a colación sentencias de Séneca o versos de
Quevedo. No recuerdan que desde que en 1936 aguerridos soldados de ideología
afín a la suya creyeron que la cultura era un obstáculo para imponer la vuelta
al rancio pasado que añoraban (de ahí que se dedicaran con saña a fusilar
maestros, encarcelar catedráticos y empujar a los intelectuales al exilio), ha
costado y mucho que en nuestra tierra volviera a crecer la hierba. Ahora que
mal que bien volvía a asomar, va y la quieren cercenar a golpe de mandoble.
Habrá quien en su ignorancia crea
que en estos tiempos que corren hay que sacar pasta hasta de debajo de las
piedras para obedecer los dictámenes de la sacrosanta UE y que no hay nada que
objetar a una subida de impuestos, sino todo lo contrario. ¿Pero cómo admitir
entonces que en un asunto tan sensible como la cultura se imite tan poco a
Europa, donde las facilidades para creadores, programadores e industria son
infinitamente superiores? Que no se engañen si no quieren verlas venir peores.
La subida del IVA no es más que un atajo hacia un objetivo claro: si la gente
iba poco al cine, que vaya menos; si iba poco a los conciertos, que vaya menos;
si leía poco, que lea aún menos o mejor nada. ¿Cómo se entiende si no que alguien
considere el libro electrónico (con un IVA del 21%) un primo hermano de los
juegos de Nintendo y no un primo hermano de su homónimo en versión de papel
(con un IVA del 4%)? Por mucho que lo intento no veo en una edición electrónica
de Madame Bovary o Memorias de Adriano más semejanza con
Super Mario Bros que con su propia edición encuadernada. Señalado pues el despropósito
que supone asfixiar de este modo abyecto el comercio de la lectura digital, que
es donde cualquiera sabe que está el futuro del libro, la intención de nuestros
sabios gobernantes queda con el culo al aire: lo que quieren es impedir por
cualquier medio que ejerzamos el sentido crítico, no vaya a ser que nos dé por
pensar que contamos con los medios para impedir que nos sigan tomando el pelo.
Alguien ya ha apuntado que el PP
se venga con ello de “los rojillos” que vienen buscándole las cosquillas desde
la guerra de Irak, y desde mucho antes, y que no han cejado de avergonzarlos
plantándoles en la cara el espejo de su sandez, donde no tiene cabida
precisamente ni el disenso ni la pluralidad que tan tenazmente alimenta la
cultura. Visto lo visto, si no queremos caer en la molicie y descender en caída
libre, habrá que aguzar el ingenio. Sugiero seguir leyendo los libros en
formato papel hasta que se nos deshagan entre las manos y adelgazar lo bastante,
no costará mucho dado el aumento de precios, para acudir al cine, al teatro y a
los demás espectáculos de dos en dos. Dado que las entradas que antes estaban gravadas
con el 8% de IVA ahora lo están con el 21%, para abaratar costos bastará con
encajar dos cuerpos en cada asiento. El roce hace el cariño, tengan en cuenta
el dato.
Y es que habrá que echarle
imaginación a este intento nada disimulado de mantenernos sumidos en el
borreguismo, porque con IVA o sin él seguiremos leyendo, seguiremos yendo al
cine (¡donde se ponga la gran pantalla que se quiten todas las demás!) y
seguiremos escuchando música en directo (¡qué diferencia con la enlatada, dónde
va a parar!). Cualquier esfuerzo es poco para seguir sintiendo ese cosquilleo
en la pituitaria, para notar ese montón de hormonas de la felicidad
propalándose por nuestro organismo, mientras el sentido crítico crece dentro de
nosotros a marchas agigantadas en respuesta a los intentos de nuestros
estúpidos gobernantes por condenarnos a una burricie en la que ya les anuncio
que muchos no pensamos caer.