Hoy en día pasearse por muchas poblaciones españolas
es una fiesta para los sentidos, un canto a la interculturalidad, y no les
cuento ya hacerlo por la gerundense ciudad de Salt (sede de un importante
festival de artes escénicas) o por el Raval barcelonés, lugar que frecuento y
que parece una versión popular de las reuniones de la UNESCO: no hace falta ni
viajar a Marrakech ni a Manila ni a Dakar ni a muchos otros rincones del
planeta, basta darse un paseo por esas callejuelas mal ventiladas y a veces
peor acondicionadas, aunque llenas de vida palpitante, para oír conversaciones
en urdú o en tagalo, ver un desfile infinito de chilabas y babuchas, comer pastelitos
libaneses, pollo tandoori o unas crujientes samosas. Somos ya muchos los que
estamos habituados a ese paisaje humano, lleno de luces y sombras en lo
económico, pero sólo de luces en lo cultural.
Años atrás, en cambio, cuando algunos habíamos cumplido
apenas los dieciocho y viajamos a un Londres que ya era destino y refugio de
muchos venidos de lejos, nos sorprendía y nos maravillaba esa mezcla étnica y
estética de hindúes, judíos ortodoxos y orientales y africanos casi siempre encorbatados
y casi siempre estudiantes. Era tal el contraste con nuestra España monocroma,
que alguno hubo que se quedó allí para siempre, o para un buen rato, no porque
fuera mejor escenario para construir una vida sino porque era más variado y, en
consecuencia, mucho más entretenido. Me gusta pensar que, mientras nuestros
escasos recursos sólo nos permitían comer pizza en porciones amablemente servida
por caballeros con turbante en las inmediaciones de Picadilly, nos entrenábamos
en el sabio arte de respetar al desemejante, al que no es como uno sino casi su
contrario.
Yo que soy catalana por nacimiento y por convicción,
y que me he criado, y a mucha honra, en Madrid capital, ese lugar donde a los
catalanes se nos ama y se nos odia a partes iguales, cuando veo el eterno
contencioso que la Villa y Corte mantiene con mi tierra, Cataluña, ese largo
historial de desencuentros que parece no tener fin, pienso siempre en eso, en
quienes hemos visto un poco de mundo y hablado lenguas ajenas en lugares
insospechados, y pienso también en esos otros que jamás tuvieron las ganas o la
oportunidad de hacerlo o ambas dos. Y no puedo evitar sentir una lástima
inmensa por estos últimos, porque su mundo es estrecho, angosto y mal ventilado
como las callejas del Raval, al tiempo que siento una alegría infinita por
pertenecer a los primeros, los que sí han ensanchado los pulmones respirando
aires distintos en lugares distintos y con gentes distintas.
Me recuerdo a mí misma de copas con un anticuario
libanés, de compras con una alemana de Hamburgo, en Ibiza con una diseñadora
turca, paseando por el Soho londinense con un iraní, disfrutando del sol de la
Toscana con los amigos italianos, con colegas escritores de los cinco
continentes en el típico pub norteamericano de provincias con máquina de discos,
siguiendo con una rusa de glauca cabellera la ruta machadiana por Soria, dando
clases de español en Florencia, frente al mar Mediterráneo con un amigo
británico que ha vivido en no sé cuántos países, huyendo de un atraco en
Montevideo, cruzando el puente de Brooklyn en la bella Nueva York, brindando con
unos australianos de Tasmania, perdida en la Capadocia y sin hotel, de museos
en Berlín, surcando las aguas del Nilo, pateándome Buenos Aires… Y pienso en
esos que no han salido de sus barrios, o que creen que viajar es bañarse en las
aguas de Cancún o visitar Disneylandia. ¿Entenderán desde su angostura de miras
que un millón y pico de catalanes hayan salido a las calles porque están hartos
de sentirse humillados? Estamos viendo que no.
Cataluña es una tierra habituada al intercambio
comercial y sus habitantes son gentes acostumbradas a moverse por el mapa. No
hay sitio donde vayas en el que no te encuentres a un catalán, de Atenas a
Rajastán, de Copenague a la Patagonia. Según las estadísticas, Catalunya es la
comunidad española que más turistas recibe (trece millones anuales de turistas
extranjeros y veintiún millones de nacionales) y sus residentes son también los
que más viajan. Mi teoría es que hablar dos lenguas ensancha el cerebro (los
científicos también lo creen), y hablarlas como las hablamos nosotros, casi
simultáneamente, una con la mitad derecha de la garganta y otra con la mitad izquierda,
aún más. La pluralidad lingüística invita a la pluralidad cultural y esta azuza
la curiosidad. Pueblo de fenicios, nos llaman, aunque estos también arribaran a
las costas andaluzas. Porque vinimos de lejos y nos gusta ir lejos a explorar
otros parajes, que nos alimentan y amplían nuestros horizontes, para luego
volver y contribuir a construir una Catalunya grande en lo cultural, la misma que
alumbra artistas de talla mundial.
En estos tiempos de incertidumbre económica, el
injusto retorno de los impuestos que los catalanes pagamos al Gobierno Central,
que hace ya largos años se traduce en agravios comparativos en financiación de
servicios básicos y en infraestructuras, se hace más lacerante que nunca, y
levanta ampollas no fruto de la indignación sino de la necesidad (de hospitales
y médicos, de asistencia social, de maestros y escuelas que sustituyan a las
que ahora se alojan en metálicos cubículos prefabricados que son hornos en
verano y neveras en invierno). Esa es la base del sentimiento independentista
catalán que crece a marchas agigantadas a día de hoy, y que será imparable si
la España vertebrada no invertebra de una vez lo que no debió vertebrar nunca
así: parece un trabalenguas, pero quien haya leído a Ortega y Gasset sabe de
qué hablo.
Esa es la base, digo, el agravio comparativo llevado
a extremos ferozmente indefendibles. Y la capa de caramelo de esa crema brulée o quemada (sirviéndome de una
metáfora bien patria) que se extiende sobre ella, es oírle decir barbaridades
al presidente de la Junta de Extremadura, cosa que no sólo fabrica
independentistas, como muchos afirman con gran clarividencia, sino que retrata
esa España poco viajada, poco leída y aún menos vivida. En la misma línea de
nulo aprecio a Cataluña, que a todo un profesor de historia del derecho y de
las instituciones de la Universidad Rey Juan Carlos, que además resulta ser el
director del diario conservador La Razón, se le escape en un debate de radio
con el presidente de Esquerra República de Cataluña (ERC), partido
independentista donde los haya, que en 1714 Cataluña era “una tierra de
bandoleros pequeña y pobre” donde al parecer una élite de no más de mil
personas movía el cotarro mientras el pueblo “no sabía ni donde estaba
Barcelona”, como si el resto del mundo en el siglo XVIII gozara de las prebendas
de la alfabetización masiva y poseyera espléndidas bibliotecas, no deja de ser
un agravio más que sumar a una lista de agravios ya demasiado larga.
Por no hablar de Rosa Díez, la dirigente de UPyD,
que afirma con aplomo que si se le inyecta dinero a Catalunya en forma de
rescate y a la postre acaba usándose para fomentar el independentismo se estará
“pervirtiendo el orden constitucional”. Habría que decirle que habiendo
“cotizado” Cataluña tantos siglos en España, habiendo participado de la reciente
locura colectiva incentivada sin tregua por el Gobierno Central, quizás lo
constitucional es creer que ese dinero nos corresponde a todos los catalanes al
menos en la misma medida que a una señora de Murcia. Lo que hagamos después con
él, es cosa nuestra, y sinceramente no creo que en lugar de médicos vayamos a
pagar esteladas; los catalanes si algo no somos es irresponsables, Sra. Díez,
lo hemos demostrado con creces a lo largo de la Historia.
Claro que la perla se la lleva uno de los ideólogos
de dicho partido, el filósofo Fernando Savater, quien no contento con compararnos
con el millonario francés dueño de Louis Vuitton, que sopesaba hacerse belga
para que no lo frieran a impuestos, insiste en que a Cataluña todos la
aprecian. Será por eso que en una entrevista reciente que le hizo La Vanguardia,
a la pregunta de si no sería democrático respetar la voluntad del pueblo
catalán en caso de que ganara el sí a la independencia en un referéndum, dijo
textualmente: “No, no, aquí no hay pueblos. Sólo hay un pueblo, el español”.
¿Contradicción flagrante o fundamentalismo? Sea lo que sea, impropio de un
intelectual de su talla. Por no hablar de que parecen no existir los
intelectuales que aman realmente Cataluña, o acaso están todos afónicos. Y por
no hablar de que el mismísimo Rey de España se ha pronunciado a este respecto
no como rey de todos los españoles, como sería de esperar, sino sólo de
algunos.
Eppur si
muove, dijo Galileo cuando abjuró de la visión
heliocéntrica del mundo ante el tribunal de la Inquisición. Pues eso, que el
mundo se mueve y las fronteras también, y nada se hunde por ello, y Cataluña se
está moviendo, le pese a quien le pese. Ciencia o fe, furibundo nacionalismo
español o respeto a la voluntad popular de quienes no quieren seguir formando
parte de un club. Hace tiempo que los referéndums debieran formar parte de
nuestro paisaje político; conseguiríamos con ello dos cosas: combatir la
desafección y estimular el debate público (el de verdad, no este sucedáneo de
memeces e insultos que sufrimos a diario). O sea que hagamos un bonito
referéndum y salgamos de dudas. Y no me vengan con la gilipollez (disculpen la
grosería pero no hay otra palabra) de que el destino de Cataluña lo tienen que
decidir “todos los españoles”: el destino de Cataluña lo decidiremos los
catalanes, se pongan como se pongan.
Sé de españoles que no han pisado los bellos parajes
de Cataluña porque están llenos de catalanes, de otros que aún pisándolos no
entienden esta manía nuestra de hablar una lengua propia y lo que es peor, de
escribirla dando lugar a una literatura que ellos por supuesto jamás leerán.
También hay algún catalán que prefiere ir a París que a Sevilla, por supuesto,
y a quienes los franceses le parecen más amigos que quienes pronuncian en televisión
los nombres catalanes como si pertenecieran a extraterrestres. Lo segundo lo
entiendo aunque no lo comparto porque tiene una base real y me gusta tanto
Sevilla como casi todos los rincones de España; lo primero no, ni por activa ni
por pasiva, porque está basado en la difamación y, por qué no decirlo, en una
gran dosis de envidia. Yo me quedo con un andaluz que me agradeció haber
traducido la poesía completa de Gabriel Ferrater al castellano para que él
pudiera entenderla en toda su riqueza tras intentarlo y mucho con el original
catalán.
Que el anticatalanismo no se entienda no quiere
decir que no se explique, por supuesto que sí. Se explica en tanto que fruto de
muchos años de cazurrismo anclado en gentes nada viajadas y de muchos años
también de hincharle las narices al personal desde los poderes públicos y los
mass media con la mentira de que en España el lobo lleva barretina y triunfa en
los mercados internacionales (de la industria, de la arquitectura, del arte…) a
espaldas de la otra España, la que baila la jota, canta flamenco o produce
Ribeiro. Pero la realidad es que a los catalanes nos han enseñado a leer versos
de Lorca y de Machado, a escuchar “El concierto de Aranjuez”, a admirar los
cuadros de Velázquez, Goya y Antonio López… No me consta, en cambio, que en los
colegios de “esa otra España que no es Cataluña” se lea a Espriu o a Mercè
Rodoreda, se difunda la obra de Gaudí, Casas o Nonell, y mucho menos se canten
habaneras. Para amar Cataluña desde esa otra España habría que enseñar a amarla
y no se está haciendo. Como siempre, los problemas de España están arraigados
en una falta de educación y/o en una educación nefasta. Si nos hubieran educado
en valores democráticos, como en el resto de Europa, otro gallo cantaría y hace
tiempo que seríamos estados federados y nos llevaríamos todos de maravilla.
Como tengo el convencimiento de que a un catalán o a
una catalana les resulta más fácil entender la idiosincrasia gallega o la vasca,
y a los vascos y gallegos entender la catalana (siempre hay excepciones como el
Sr. Núñez Feijóo, de infausto comentario en este asunto), si queremos
permanecer unidos y que Cataluña no se desgaje, eduquemos de una vez a todos
los españoles en la riqueza cultural que nuestra tierra posee y gestemos la
amplitud de miras suficiente para admitir de manera definitiva la pluralidad en
nuestra marca hispana, donde históricamente sólo ha existido desde la
confrontación y no desde el respeto. Y empecemos por ejemplo pronunciando como
dios manda en los medios los nombres no castellanos, pero tan españoles como
estos, para entrenar las mentes poco viajadas, y empecemos enseñando en las
escuelas la cultura plural de “nuestros pueblos” (sí, Sr. Savater, pues
haberlos haylos), y empecemos por impedir que los responsables públicos digan
barbaridades.
Cierto que estos son tiempos para sumar juntos en
una Europa plural y compacta al tiempo, pero nadie ha dicho que una España
federada no pudiera funcionar en ese juego de fuerzas como un reloj suizo. Aun
así, quiero decirles a los españoles que no aman ni entienden ni quieren
entender Cataluña que la voluntad independentista no es un capricho de niña
malcriada; y quiero recordarles que desde 1714, o sea desde hace tres siglos, ahí
es nada, los catalanes nos sentimos maltratados. Por ello si desde una España
unida no se nos cuida, nos marcharemos y nos marcharemos pronto. También les
digo que a nosotros el boicot nos parecen una salida de tono de palurdos y que
seguiremos comiendo chistorra, escuchando a Diego El Cigala, paseando por debajo
del acueducto de Segovia y por La Concha y, cómo no, tomando pescadito frito en
Tarifa; lo que hagan ustedes con el cava es asunto suyo y de sus poco o mucho
viajadas conciencias.