domingo, 1 de mayo de 2011

9. HOMBRES QUE VAN DE PUTAS

Tomé un camino distinto para volver a casa y surqué una carretera comarcal plagada de rotondas y bifurcaciones. El espectáculo que hallé a mi paso era humanamente desolador: decenas de muchachas tristes, como dice la canción de Serrat, aguardaban en los arcenes improvisados que lindan con campos y arboledas, bajo un sol inclemente, la llegada de algún cliente por menesteroso que este fuera. La hiriente primavera, que aquel día lucía en todo su esplendor, se reflectaba en sus carnes prietas y en algunos casos aún muy tiernas. Una de ellas se untaba las piernas macizas con crema hidratante sentada en una silla de plástico; otra se abanicaba con un pequeño bolso; la de más allá lucía una pamela generosa que a duras penas le cubría los hombros desnudos y paseaba como quien espera el autobús. A pesar del sórdido escenario, barrido por el viento y el zumbido persistente de los coches, llevaban faldas minúsculas, escotes inverosímiles y tacones de aguja; a todas el maquillaje les doblaba la edad quien sabe si queriendo desdibujar la melancolía de sus miradas, esa saudade impresa ya para siempre en sus rostros desdichados.
No hay nadie en su sano juicio, nadie que goce de salud mental, capaz de defender la prostitución a día de hoy. Los tiempos de las iniciaciones sexuales en los barrios marginales ya pertenecen a la historia de la mezquindad universal y a cierta literatura costumbrista. En este siglo agitado de emigraciones forzadas, la prostitución no es sólo una lacra como el hambre, la miseria, el racismo y tantas otras, sino que es una vergüenza para toda sociedad civilizada que se precie. En la era del confort y la cibernética, ¿qué es acaso sino el nuevo esclavismo, una modalidad abyecta y macabra de la capacidad que el ser humano posee de denigrar al otro? Hay chicas subsaharianas secuestradas por las mafias a las que se chantajea con vudú para que no escapen, jóvenes engañadas con empleos inexistentes que acaban encerradas en pisos cochambrosos, burdeles de carretera de una sordidez descorazonadora, dramas familiares difícilmente justificables.
La voz general clama por la abolición, por la erradicación drástica de la prostitución, por la devolución de esas mujeres inocentes a una vida digna y cuanto menos a ratos feliz, como la de cualquiera. Sólo una prostituta atemorizada defiende la libertad de vender su cuerpo si se le antoja, sólo una transexual llevada al límite de su desesperación por décadas de desprecio y ultraje es capaz de justificar la mal llamada profesión más antigua del mundo. ¿Acaso no merecemos todos igualdad de oportunidades para poder luchar por nuestros sueños? ¿Puede aspirar a ser médico o maestra una mujer o una transexual a quien a los quince años se robó la posibilidad de seguir estudiando, de vivir una adolescencia como la de cualquiera? Que no me venga nadie con aquella gilipollez de que lo hacen porque quieren y no les gusta fregar escaleras. ¿Por qué entonces no legalizar el tráfico de órganos y alegar generosidad en quien los venda para subsistir y dar un futuro a sus vástagos? Nadie hace lo que hace a diario una prostituta por gusto y alquilar la dignidad no es alquilar la fuerza de trabajo como hace ocho horas al día un vigilante jurado o una cajera del Caprabo, ni lo es ni se le parece.
Hace poco escuchaba al juez Baltasar Garzón en el Saló de Cent del Ayuntamiento de Barcelona y este hombre justo, y ante todo valeroso, protagonista de un nuevo Caso Dreyfus de acoso y derribo injustificable, aseguraba que las cifras demostraban que el tráfico de mujeres era sin duda el negocio más rentable para los infames, por encima del tráfico de armas y del tráfico de drogas. Nuevas mafias, decía, seducidas por tan pingües beneficios, tienden sus redes a diario sobre nuevas víctimas inocentes.
Mientras, ajenos al dolor y a la barbarie en que viven esas chicas al borde de la carretera, al borde de la exclusión, al borde del abismo, que viven sus vidas ya con las cartas marcadas para siempre, hay hombres que van de putas: hombres casados, hombres de religión y de ley, hombres públicos, novios amantísimos, padres de familia, abuelos de nietas sonrientes. Pero no les digas que sus madres, que sus esposas, que sus hermanas, que sus hijas, que sus nietas cambien sus ocupaciones por rotondas y avenidas, que te escupirán a la cara toda su incoherencia, toda su pusilanimidad, toda su mierda. Mal vamos si no quieren para ellos lo que sí quieren para otras. Sin clientes no hay negocio, recuerden. ¿Multar a los clientes? Por supuesto, y que les salga bien caro comprar carne humana a precio de hamburguesa. Algunos periódicos han empezado por retirar de sus páginas los anuncios de contactos. Queda pues alguna esperanza y tal vez un día recuperen su nombre real esas muchachas tristes y no tengamos que llamarlas Calle, como canta con complicidad y cariño Manu Chao.