sábado, 1 de diciembre de 2012

24. DEMOCRACIA DE PANDERETA

Este país o se pone rapidito las pilas o se nos hunde. Los insensatos no saben que se están jugando algo más que no salir jamás de esta maldita crisis, grave, peligrosa como lo son todas y que empuja hacia abajo cada vez con más fuerza, como si una mano negra manipulara una máquina succionadora capaz de tragárselo todo. Resulta doloroso tener que repetirnos a diestro y siniestro que la escasa cultura democràtica de España es la que nos arrastra al lodo, mientras países de arraigadas costumbres democráticas como Islandia, ellos sí, se espabilan, hacen los deberes y afrontan el futuro a medio y largo plazo con la esperanza que da el convencimiento de haber hecho las cosas bien. Somos como el tonto de la clase, ese alelado que que ni atiende al maestro ni se entera de la misa la mitad, complacido en su propia tontería. Tampoco ayuda que la derecha ostente hoy el cetro del poder con sus maneras condescendientes y su afán privatizador. ¿Serán descabalgados en las próximas elecciones? Chi lo sa.

Aquí no despertamos como los islandeses, aquí llevamos desde que estalló la crisis como una granada de mano, allá por el 2008, mareando la perdiz. Somos unos ignorantes presuntuosos incapaces de ver la viga en nuestro propio ojo, pero encantados de ver la paja en el ajeno y culpar a quien haga falta de todas nuestras desgracias: que si nosotros sólo seguimos la corriente especuladora y consumista como hacían todos, que si Europa nos atosiga, que si los bancos, que si los sindicatos, que si el PP, que si los nacionalistas... Y tenemos razón en muchas cosas: el PP da repelús, los sindicatos están anticuados y no entienden que los piquetes son una rémora digna de pasar a mejor vida, los bancos hace tiempo que tendrían que estar nacionalizados no sólo por ladrones sino por ineficaces y Europa nos va a ahogar un día de estos.

Pero el problema es otro, el problema no es coyuntural (fruto de una evidente pésima gestión, de una irresponsabilidad mayúscula y de una falta de miras bochornosa), sino de raíz, y en esa raíz estriba la causa de todos los desmanes que han permitido a su vez todos los desmanes que nos han llevado a donde estamos hoy. En su día, el Sr. Zaplana dijo algo así como: “Aquí en la Comunidad Valenciana vamos a tener lo que tienen todos los demás” (refiriéndose a las restantes autonomías); lo recordaban el otro día Jordi Évole en La Sexta, en su magnífico y más que ilustrativo programa de denuncia Salvados. Y en su día quienes movían el cotarro (políticos, banqueros, empresarios...) decidieron que ellos también querían tener lo que tenían otros, o sea money money money. E hicieron dinero, vaya si lo hicieron. Se forraron, pero pensando sólo en el carpe diem, jamás en el mañana. Muchos de ellos debieran estar entre rejas, pero a día de hoy se siguen paseando por sus cuentas suizas sin siquiera cargo de conciencia. Y hasta los hay que han sacado de la crisis aún mayor tajada de la que pensaban sacar, ¡qué despropósito!

¿Acaso nadie ha visto que está sucediendo ahora lo mismo que sucedió al final de la dictadura? Se ha impuesto la administía para el culpable, y sin hacer justicia no se va a ningún lado. Si la frágil democracia en treinta años no ha permitido hacer justicia histórica y eso nos convierte en una vergüenza internacional, ¿qué no será ahora este no ponerles nombres y apellidos a los responsables del descalabro económico? Porque vaya si los tienen, como tenían nombres y apellidos quienes reprimieron republicanos, fusilaron al borde de los caminos y encerraron en centros de reclusión hasta a los homosexuales. ¿Se estudia eso en los libros escolares? No me consta. En cambio, en Argentina se está juzgando ahora mismo a los responsables de los vuelos de la muerte que salieron de la ESMA. Vean Uds. la sobrecogedora película Garaje Olimpo (1999) e imaginen la versión española.

Ahora los desmanes nos han llevado a los desmanes, y aunque parezca que los desmanes ya han cesado, siguen, y vayan si siguen. Los desmanes se resumen bajo un lema común: no haber entendido que un futuro de justicia y convivencia se sustenta exclusivamente en sólidas bases democráticas. El problema es que en este país de democracia bisoña y poco cuajada una “fundación” pueda hacerle un homenaje al mismísimo Franco en un espacio público y con la connivencia de la Administració; el problema es que se pueda cuestionar la identidad de un pueblo que la enarbola con todo su derecho; el problema es que se puedan malversar fondos públicos, dictar sentencias patéticas, mantener la sinrazón burocràtica, reventar escaparates y hasta quemar contenedores y de paso los vehículos que están junto a ellos y que no pase nada.

Tenemos un presidente de gobierno capaz de opinar que las elecciones catalanas no debieran haberse celebrado, pasándose por el forro el estado de las autonomías. Y a todo un ministro de Hacienda y Administraciones Públicas capaz de decir, con todo el cinismo del mundo, que “estos son los presupuestos más sociales de la democracia”, cuando cada vez hay más gente durmiendo en los cajeros automáticos y a la pura intemperie, abandonados a su triste suerte por una sociedad que no acaba de reaccionar. ¿De verdad no hay dinero para cubrir las necesidades básicas de esas personas al borde del abismo? No se lo cree nadie. Por no hablar de las familias que pierden su única vivienda porque hubo quien se aprovechó de su ignorancia. Quienes desde la Administración no solventan esas urgencias y quienes proclaman barbaridades como esas del Sr. Rajoy y del Sr. Montoro, quienes está claro que piensan con el mismísimo codo, merecerían no la cárcel sino el más tétrico de los círculos dantescos. Y quienes no se llevan las manos a la cabeza al oírlas, tres cuartos de lo mismo: adolecen de nulo sentido democrático.

También resulta bastante alucinante que se premie con el Premio Nacional de las Letras a una señor llamado Francisco Rodríguez Adrados, que sin duda será un excelente helenista y un probo ahijado intelectual de Esquilo, pero que opina textualmente que es “repugnante que algunas comunidades intenten imponer esas lenguas a la fuerza, ya no sólo con la enseñanza en los colegios, sino de manera indirecta al exigir su conocimiento y práctica para un empleo, por ejemplo”, dado que “con el español nos entendemos todos”. Tampoco sabía yo que se pudiera acceder a un empleo público en Burgos sin tener ni pajolera idea de español, de lo que se deduce que se “impone a la fuerza su conocimiento”. Se supone pues que a este señor le encantaría ver a los escolares recitar a Sófocles en su lengua original y traduciendo dos horas al día La guerra de las Galias (acaso la mía fue la última generación que lo hizo), pero que oír recitar a Llull en catalán en una escuela le parece un ejercicio de opresión intolerable.

Qué no decir pues de estudiar a los clásicos griegos y latinos a través de las excelsas ediciones al catalán que hicieron gentes de la talla de Carles Riba en la colección Bernat Metge impulsada por Cambó. Eso sin duda es pecado de lesa humanidad... Ay, qué alegría tendré el día que alguno de esos egregios premiados afirme que sería fantástico que todos los españoles tuviéramos conocimientos de todas y cada una de las lenguas del Estado. Opino que habría que hacerles a dichos premiados con anterioridad a la entrega del cheque correspondiente un cuestionario básico con preguntas del tipo: ¿cree usted que los hombres y las mujeres tienen las mismas capacidades?, ¿cree usted que las lenguas francesa, española y catalana tienen los mismos derechos? Y caso de que contesten que no, sinceramente, arrumbarlos a alguno de los dantescos círculos del infierno, que es donde les corresponde estar.

¿Y qué me dicen de los muchos manifiestos reproducidos a diestro y siniestro al hilo de la eclosión soberanista catalana? En uno de ellos gentes tenidas por inteligentes como Carmen Iglesias, Álvaro Pombo, Óscar Tusquets, Fernando Aramburu y Francesc de Carreras hablaban de “agravios inventados”, “muros de incomprensión” y en que había que confiar en el marco constitucional y en el Estado de derecho. No sé porqué, me los imagino diciéndoles a sus respectivas parejas, caso de que estas ansiaran la separación, que por favor atiendas a razones, que piensen en la hipoteca y en los niños, y en qué para qué tener líos pudiendo estar tan ricamente haciendo vida de pareja modélica hasta el día del jucio final. En fin, otro despropósito.

España es además la patria de la corruptela diaria y un lugar donde defraudar además está bien visto. En concreto se calcula que los españoles defraudan anualmente 45.000 millones de euros, que bastarían para cubrir la sanidad y la educación públicas. Y no se es nadie si no se ha pisado uno de esos bufetes de abogados carísimos donde se enseña a burlar la ley e hinchar la hucha. Sólo con honradez y transparencia, atajando la corrupción y el fraude, se recupera la confianza de la ciudadanía. Y sólo con un reparto sensato de lo público y unas medidas también sensatas se arranca de cuajo cualquier posibilidad de ir más hacia abajo.

Sería purificador y edificante poder empezar de cero, como los párvulos. Tenemos ya los instrumentos, basta ordenarlos. Conocemos los principios de igualdad, las cuatro normas básicas de la ecología, el tan necesario feminismo, la economía del bien común... No necesitamos mucho más. A sumar una gestión política transparente, una burocracia ágil y nada opaca, una justicia independiente y a correr. Seríamos la envidia de Occidente. Un país pequeño, de sol y playa, con genio artístico, con una geografía variada de una gran riqueza y una gastronomía de infarto. ¿Cavaremos nuestra propia tumba por no entender que este es el momento del cambio? No sé si tiene o no razón Gianni Vatimo cuando afirma que la única solución para esta debacle del modelo capitalista es “un comunismo débil”. Pero si sé que estaremos salvados si logramos inculcar en nuestros políticos (en primer lugar) y en nuestros ciudadanos (en segundo lugar) un sentido democrático que ni el mismísimo Guillermo de Ockham.

Hacer tábula rasa es un sano ejercicio que conviene hacer cuanto menos una o dos veces en la vida. Me gusta la imagen de esos emprendedores que habiéndose arruinado una y otra vez son capaces de resurgir de sus propias cenizas; el afán de superación de quien ha salido de un accidente y se agarra a lo que le queda con la valentía de un Hércules; la tenacidad de quien estudia de noche y trabaja de día, a veces inclusive con hijos a su cargo; el empeño de quienes persiguen sueños a pesar de lo que sea. En esos casos de seres entrenados en el arte de la resiliencia me digo: tenemos remedio y tenemos esperanza. Aquí y ahora se imponen las reformas de calado constitucional, cierto, pero mucho antes se impone un cambio de mentalidad.

jueves, 1 de noviembre de 2012

23. ESPAÑOLES, FRANCO HA VUELTO


Sí, han leído bien. No estoy repitiendo las celebres palabras que Arias Navarro pronunció lloroso y con voz trémula el 20 de noviembre de 1975: “Españoles, Franco ha muerto”, hace de eso la friolera de treinta y siete años. He dicho, y lo repito, “Franco ha vuelto”.

Quienes acaben de aterrizar de un largo viaje austral, ya sea físico o psíquico, o simplemente hayan pasado un mes a la bartola en una cabaña pirenaica y sin conexión a Internet (dichosos ellos), acaso no sepan de qué les hablo y pongan el grito en el cielo: ¡Oh, no, ese dictador bajito y sanguinario que nos reventó el país durante cuarenta años! Se preguntarán si habrá vuelto acaso encarnado en algún político torticero, demagogo y mal leído. O en alguno de esos que en las tertulias televisivas no dejan hablar al rival y exhiben sin recato su costumbre de medir las cosas con distinto rasero para así salir airosos de los más retorcidos empeños. ¿Hibernaría acaso en la cara oscura de la luna como los nazis de una película recientemente estrenada en el Festival de Sitges, por suerte consagrado al cine fantástico? ¿U ocuparía en la morgue el cajón vecino al de Walt Disney, tan criogenizado como él, aguardando el momento propicio para despertar? Fue oír dos palabras juntas, “catalán” e “independentismo”, y levantarse como un resorte, se dirán. “Españoles, ya estoy aquí”, exclamaría emulando a nuestro Tarradellas, que por el contrario venía en son de paz y asemejaba a un maduro galán de cine y no a un rijoso acomplejado.

Respiren aliviados: Franco no ha vuelto encarnado de ningún modo y no es más que una leyenda urbana que Walt Disney esté congelado. La explicación es mucho más sencilla. Franco ha vuelto, cierto, pero desintegrado en millares de pequeñas partículas, como un núcleo atómico al ser bombardeado, que ha anidado en mentes y bocas a cual más dispar, en un concierto que chirría como hace tiempo que nada chirriaba tanto. Jamás hemos sido un pueblo ejemplar, lo admito, pero esto de ahora invita al repudio y al exilio voluntario de cualquier amante de la sensatez. Dan ganas de coger el primer vuelo de Ryanair, vaya a donde vaya, aunque nos den la tabarra con el rasca-rasca, los váteres estén atascados y tengamos nosotros mismos que limpiar el avión.

Desde que la “amenaza” del independentismo catalán se ha hecho real (y les digo yo que los que alentaron el fuego aún están sorprendidos), la España más rancia ha mostrado su peor cara desde que inhabilitó al juez Garzón. Entonces quisieron hundir a un solo hombre, ahora quieren acabar con siete millones y medio de hombres y mujeres que llenan el padrón municipal de lugares como Besalú, Calella de Palafrugell, Hospitalet, Vilafranca, Tàrrega, Igualada o Sant Carles de la Ràpita, aunque a su vez hayan nacido en lugares como Senegal, Badajoz, Antequera o Fez. No pudiendo expulsarnos uno a uno de nuestras carreras profesionales, como hicieron con el juez que osó levantar la mugrienta alfombra de la mala memoria histórica, quieren expulsarnos del euro, de la Comunidad Europea, del comercio internacional, de todos los tratados internacionales habidos y por haber y quién sabe de cuántas cosas más.

Por suerte están tan pésimamente informados, que ni una sola de sus amenazas (que tan alto proclaman cual verdades sagradas) es siquiera probable sin el concurso de la Europa que en realidad nos gobierna, dentro de la cual por supuesto no está, y menos en las actuales circunstancias, la España dilapidadora e irresponsable que ahora se resiste al rescate como un niño malcriado en el sillón del dentista. Lo que más sorprende, aún así, no es esa falta de información veraz y contrastada acerca de la legalidad internacional, y el absoluto desconocimiento de unas nociones básicas de economía mundial en la era global, que los deja a todos a la altura de preescolar y provoca arcadas de vergüenza ajena, sino que irrita constatar que junto a los ríos de la península ibérica (recuerden aquello del Duero, el Tajo, el Ebro, el Júcar, el Guadiana...) ni siquiera estudiaron en su tierna infancia el origen de las autonomías.

Queridos amigos obtusos, Cataluña no era antes de la división autonómica un territorio extranjero que atraído por la movida madrileña que animó la capital en los ochenta quiso apuntarse al carro de la españolidad y, con espíritu colonial, fue anexionado por la gran madre patria. No, Cataluña “estaba ya en España” antes de ser autonomía y es España a todos los efectos. De modo que los catalanes no necesitamos al ministro Wert para que nos españolice porque estamos todos muy bien españolizados, y lo estamos tanto que algunos piensan que mejor haríamos no estándolo.

Desde que estalló la polémica, les ha dado a ustedes por tratar a los catalanes como si no fuéramos españoles de pleno derecho. Si no fuéramos españoles, queridos obtusos, no tendríamos por qué querer salir de España. En estas fechas se nos trata como a extranjeros en nuestra propia casa, y se nos dicen cosas tan bárbaras como que si osamos convocar un referéndum nos mandarán los tanques. Suena tan descabellado que huele demasiado a Milans del Bosch, quien la noche del 23 F de infausta memoria deplegó en Valencia cuarenta tanques y mil ochocientos efectivos. ¡Pero era un golpista, recuérdenlo, no un democráta!

Nos amenazan con tanques, con enarbolar en artículo 155 de la Constitución (que garantiza la cohesión de todos los españoles, olvidando añadir si estos la desean) y con eliminar las escasas prerrogativas que tiene nuestra lengua propia en la escuelas (pues al parecer es una gran licencia enseñar matemáticas en catalán, pero muy deseable hacerlo en inglés). Y hasta provoca la risa que acusen a nuestros niños de no saber hablar correctamente en castellano cuando para entender a un gallego o a un andaluz que hable cerrado hay que ser adivino. De pronto, en pro de un nacionalismo feroz que ni siquiera confiesan, les ha dado por fantasear con conculcar los derechos fundamentales de todo un pueblo, conseguidos por cierto con mucha paciencia por parte de quienes no somos el centro y sí la periferia. ¡Queridos amigos obtusos, un poquito de respeto, que los catalanes además de ser españoles no nos chupamos el dedo! Nuestros derechos no se conculcan con un par de gritos a lo Tejero. ¿O acaso no ven que permanecemos impasibles antes sus bramidos, emulando a Suárez en el hemiciclo aquel día infame?

Bajen de una vez del burro, sacúdanse la caspa franquista que les ablanda el cerebro, recuerden que a finales de diciembre de 1978 entraba en vigor la Constitución española y que hace pues de eso treinta y cuatro años, edad en la que cualquier hombre o mujer debiera considerarse ya sumergido de pleno en la edad adulta. Dejen pues la pataleta centralista para cuando vayan al fútbol y, si no han entendido bien qué significa la palabra democracia, en qué nociones de respeto y convivencia asienta sus bases, vayan al aeropuerto más cercano y cómprense un billete a Cuba. Se rumorea que pronto Ryanair abrirá una línea nueva, vistas las pocas facilidades que le da Europa para maltratar a su antojo a los sufridos viajeros.

O mejor, si aman realmente su terruño y quieren saber sobre qué mimbres torcidos descansa su actual estado de derecho, vean el sustancioso y entrañable documental Bucarest, la memoria perdida y escuchen con atención cómo redactó la Constitución ese grupo de siete notables que iban de un ex ministro de Franco (Fraga) a un exiliado del franquismo (Solé Tura). Cuenta Miguel Núñez, amigo y compañero de partido de este último, que en el proceso de redacción de la Carta Magna que aún rige nuestros destinos con mano de hierro, el PC proponía tres versiones para cada artículo: la que anhelaban y sabían imposible, otra tan confusa que no había quien la entendiera y una tercera rebajada y algo ambigua. Evidentemente ganaba siempre esta última, y de esta guisa se determinó nuestro futuro para las décadas que siguieron, en un juego impuesto de correlación de fuerzas (no desde la plena libertad, sino con la amenanzante sombra de la dictadura recién enterrada cerniéndose sobre el país). La Constitución se edificó pues sobre las tierras pantanosas de la ambigüedad, las únicas posibles en ese momento histórico tan fràgil, y la organización territorial (autonomías incluidas) tuvo que someterse al dictado de la prudencia. Llevamos años habitando en sus vaguedades, salvando a base de tesón y frecuentes visitas a Madrid algunos muebles, en un tira y afloja extenuante. ¡Por favor, ya basta de vivir a la sombra del ayer!

Queridos obtusos, si no queréis que sigamos pensando que Franco ha vuelto materializado en cada uno de vosotros, hacer honor al espíritu democrático que debiera alentar ya en todos y cada uno de los españoles y acceder a que la Constitución sea actualizada: los catalanes podremos así elegir libremente ente federalismo o independencia. En caso contrario, no sólo estáis a punto de recibir de Europa una reprimenda que no os esperáis (Europa no está para nostalgias guerreras y menos ahora), sino que nos iremos sin pedir permiso de una España que habrá demostrado no sólo no respetarnos sino no respetarse a sí misma. Porque Cataluña es España y faltándonos a nosotros nos faltáis a todos y cada uno de los españoles. Y para terminar, queridos obtusos, recomendaros que no tardéis mucho en reaccionar, que el 25 de noviembre sonará en Cataluña la campana del primer round, y si no se nos ofrece la opción federalista no podrán los catalanes que así lo deseen caminar hacia ella. Y entre caminar hacia la independencia o caminar hacia Rajoy, ya me contaréis. ¿Tanto cuesta entender que el actual estado de las autonomías está obsoleto y se impone modificar la sacrosanta Constitución?

martes, 2 de octubre de 2012

22. CATALUÑA, EPPUR SI MUOVE

Hoy en día pasearse por muchas poblaciones españolas es una fiesta para los sentidos, un canto a la interculturalidad, y no les cuento ya hacerlo por la gerundense ciudad de Salt (sede de un importante festival de artes escénicas) o por el Raval barcelonés, lugar que frecuento y que parece una versión popular de las reuniones de la UNESCO: no hace falta ni viajar a Marrakech ni a Manila ni a Dakar ni a muchos otros rincones del planeta, basta darse un paseo por esas callejuelas mal ventiladas y a veces peor acondicionadas, aunque llenas de vida palpitante, para oír conversaciones en urdú o en tagalo, ver un desfile infinito de chilabas y babuchas, comer pastelitos libaneses, pollo tandoori o unas crujientes samosas. Somos ya muchos los que estamos habituados a ese paisaje humano, lleno de luces y sombras en lo económico, pero sólo de luces en lo cultural.
 
Años atrás, en cambio, cuando algunos habíamos cumplido apenas los dieciocho y viajamos a un Londres que ya era destino y refugio de muchos venidos de lejos, nos sorprendía y nos maravillaba esa mezcla étnica y estética de hindúes, judíos ortodoxos y orientales y africanos casi siempre encorbatados y casi siempre estudiantes. Era tal el contraste con nuestra España monocroma, que alguno hubo que se quedó allí para siempre, o para un buen rato, no porque fuera mejor escenario para construir una vida sino porque era más variado y, en consecuencia, mucho más entretenido. Me gusta pensar que, mientras nuestros escasos recursos sólo nos permitían comer pizza en porciones amablemente servida por caballeros con turbante en las inmediaciones de Picadilly, nos entrenábamos en el sabio arte de respetar al desemejante, al que no es como uno sino casi su contrario.

Yo que soy catalana por nacimiento y por convicción, y que me he criado, y a mucha honra, en Madrid capital, ese lugar donde a los catalanes se nos ama y se nos odia a partes iguales, cuando veo el eterno contencioso que la Villa y Corte mantiene con mi tierra, Cataluña, ese largo historial de desencuentros que parece no tener fin, pienso siempre en eso, en quienes hemos visto un poco de mundo y hablado lenguas ajenas en lugares insospechados, y pienso también en esos otros que jamás tuvieron las ganas o la oportunidad de hacerlo o ambas dos. Y no puedo evitar sentir una lástima inmensa por estos últimos, porque su mundo es estrecho, angosto y mal ventilado como las callejas del Raval, al tiempo que siento una alegría infinita por pertenecer a los primeros, los que sí han ensanchado los pulmones respirando aires distintos en lugares distintos y con gentes distintas.
Me recuerdo a mí misma de copas con un anticuario libanés, de compras con una alemana de Hamburgo, en Ibiza con una diseñadora turca, paseando por el Soho londinense con un iraní, disfrutando del sol de la Toscana con los amigos italianos, con colegas escritores de los cinco continentes en el típico pub norteamericano de provincias con máquina de discos, siguiendo con una rusa de glauca cabellera la ruta machadiana por Soria, dando clases de español en Florencia, frente al mar Mediterráneo con un amigo británico que ha vivido en no sé cuántos países, huyendo de un atraco en Montevideo, cruzando el puente de Brooklyn en la bella Nueva York, brindando con unos australianos de Tasmania, perdida en la Capadocia y sin hotel, de museos en Berlín, surcando las aguas del Nilo, pateándome Buenos Aires… Y pienso en esos que no han salido de sus barrios, o que creen que viajar es bañarse en las aguas de Cancún o visitar Disneylandia. ¿Entenderán desde su angostura de miras que un millón y pico de catalanes hayan salido a las calles porque están hartos de sentirse humillados? Estamos viendo que no.
Cataluña es una tierra habituada al intercambio comercial y sus habitantes son gentes acostumbradas a moverse por el mapa. No hay sitio donde vayas en el que no te encuentres a un catalán, de Atenas a Rajastán, de Copenague a la Patagonia. Según las estadísticas, Catalunya es la comunidad española que más turistas recibe (trece millones anuales de turistas extranjeros y veintiún millones de nacionales) y sus residentes son también los que más viajan. Mi teoría es que hablar dos lenguas ensancha el cerebro (los científicos también lo creen), y hablarlas como las hablamos nosotros, casi simultáneamente, una con la mitad derecha de la garganta y otra con la mitad izquierda, aún más. La pluralidad lingüística invita a la pluralidad cultural y esta azuza la curiosidad. Pueblo de fenicios, nos llaman, aunque estos también arribaran a las costas andaluzas. Porque vinimos de lejos y nos gusta ir lejos a explorar otros parajes, que nos alimentan y amplían nuestros horizontes, para luego volver y contribuir a construir una Catalunya grande en lo cultural, la misma que alumbra artistas de talla mundial.

En estos tiempos de incertidumbre económica, el injusto retorno de los impuestos que los catalanes pagamos al Gobierno Central, que hace ya largos años se traduce en agravios comparativos en financiación de servicios básicos y en infraestructuras, se hace más lacerante que nunca, y levanta ampollas no fruto de la indignación sino de la necesidad (de hospitales y médicos, de asistencia social, de maestros y escuelas que sustituyan a las que ahora se alojan en metálicos cubículos prefabricados que son hornos en verano y neveras en invierno). Esa es la base del sentimiento independentista catalán que crece a marchas agigantadas a día de hoy, y que será imparable si la España vertebrada no invertebra de una vez lo que no debió vertebrar nunca así: parece un trabalenguas, pero quien haya leído a Ortega y Gasset sabe de qué hablo.
Esa es la base, digo, el agravio comparativo llevado a extremos ferozmente indefendibles. Y la capa de caramelo de esa crema brulée o quemada (sirviéndome de una metáfora bien patria) que se extiende sobre ella, es oírle decir barbaridades al presidente de la Junta de Extremadura, cosa que no sólo fabrica independentistas, como muchos afirman con gran clarividencia, sino que retrata esa España poco viajada, poco leída y aún menos vivida. En la misma línea de nulo aprecio a Cataluña, que a todo un profesor de historia del derecho y de las instituciones de la Universidad Rey Juan Carlos, que además resulta ser el director del diario conservador La Razón, se le escape en un debate de radio con el presidente de Esquerra República de Cataluña (ERC), partido independentista donde los haya, que en 1714 Cataluña era “una tierra de bandoleros pequeña y pobre” donde al parecer una élite de no más de mil personas movía el cotarro mientras el pueblo “no sabía ni donde estaba Barcelona”, como si el resto del mundo en el siglo XVIII gozara de las prebendas de la alfabetización masiva y poseyera espléndidas bibliotecas, no deja de ser un agravio más que sumar a una lista de agravios ya demasiado larga.

Por no hablar de Rosa Díez, la dirigente de UPyD, que afirma con aplomo que si se le inyecta dinero a Catalunya en forma de rescate y a la postre acaba usándose para fomentar el independentismo se estará “pervirtiendo el orden constitucional”. Habría que decirle que habiendo “cotizado” Cataluña tantos siglos en España, habiendo participado de la reciente locura colectiva incentivada sin tregua por el Gobierno Central, quizás lo constitucional es creer que ese dinero nos corresponde a todos los catalanes al menos en la misma medida que a una señora de Murcia. Lo que hagamos después con él, es cosa nuestra, y sinceramente no creo que en lugar de médicos vayamos a pagar esteladas; los catalanes si algo no somos es irresponsables, Sra. Díez, lo hemos demostrado con creces a lo largo de la Historia.
Claro que la perla se la lleva uno de los ideólogos de dicho partido, el filósofo Fernando Savater, quien no contento con compararnos con el millonario francés dueño de Louis Vuitton, que sopesaba hacerse belga para que no lo frieran a impuestos, insiste en que a Cataluña todos la aprecian. Será por eso que en una entrevista reciente que le hizo La Vanguardia, a la pregunta de si no sería democrático respetar la voluntad del pueblo catalán en caso de que ganara el sí a la independencia en un referéndum, dijo textualmente: “No, no, aquí no hay pueblos. Sólo hay un pueblo, el español”. ¿Contradicción flagrante o fundamentalismo? Sea lo que sea, impropio de un intelectual de su talla. Por no hablar de que parecen no existir los intelectuales que aman realmente Cataluña, o acaso están todos afónicos. Y por no hablar de que el mismísimo Rey de España se ha pronunciado a este respecto no como rey de todos los españoles, como sería de esperar, sino sólo de algunos.

Eppur si muove, dijo Galileo cuando abjuró de la visión heliocéntrica del mundo ante el tribunal de la Inquisición. Pues eso, que el mundo se mueve y las fronteras también, y nada se hunde por ello, y Cataluña se está moviendo, le pese a quien le pese. Ciencia o fe, furibundo nacionalismo español o respeto a la voluntad popular de quienes no quieren seguir formando parte de un club. Hace tiempo que los referéndums debieran formar parte de nuestro paisaje político; conseguiríamos con ello dos cosas: combatir la desafección y estimular el debate público (el de verdad, no este sucedáneo de memeces e insultos que sufrimos a diario). O sea que hagamos un bonito referéndum y salgamos de dudas. Y no me vengan con la gilipollez (disculpen la grosería pero no hay otra palabra) de que el destino de Cataluña lo tienen que decidir “todos los españoles”: el destino de Cataluña lo decidiremos los catalanes, se pongan como se pongan.
Sé de españoles que no han pisado los bellos parajes de Cataluña porque están llenos de catalanes, de otros que aún pisándolos no entienden esta manía nuestra de hablar una lengua propia y lo que es peor, de escribirla dando lugar a una literatura que ellos por supuesto jamás leerán. También hay algún catalán que prefiere ir a París que a Sevilla, por supuesto, y a quienes los franceses le parecen más amigos que quienes pronuncian en televisión los nombres catalanes como si pertenecieran a extraterrestres. Lo segundo lo entiendo aunque no lo comparto porque tiene una base real y me gusta tanto Sevilla como casi todos los rincones de España; lo primero no, ni por activa ni por pasiva, porque está basado en la difamación y, por qué no decirlo, en una gran dosis de envidia. Yo me quedo con un andaluz que me agradeció haber traducido la poesía completa de Gabriel Ferrater al castellano para que él pudiera entenderla en toda su riqueza tras intentarlo y mucho con el original catalán.

Que el anticatalanismo no se entienda no quiere decir que no se explique, por supuesto que sí. Se explica en tanto que fruto de muchos años de cazurrismo anclado en gentes nada viajadas y de muchos años también de hincharle las narices al personal desde los poderes públicos y los mass media con la mentira de que en España el lobo lleva barretina y triunfa en los mercados internacionales (de la industria, de la arquitectura, del arte…) a espaldas de la otra España, la que baila la jota, canta flamenco o produce Ribeiro. Pero la realidad es que a los catalanes nos han enseñado a leer versos de Lorca y de Machado, a escuchar “El concierto de Aranjuez”, a admirar los cuadros de Velázquez, Goya y Antonio López… No me consta, en cambio, que en los colegios de “esa otra España que no es Cataluña” se lea a Espriu o a Mercè Rodoreda, se difunda la obra de Gaudí, Casas o Nonell, y mucho menos se canten habaneras. Para amar Cataluña desde esa otra España habría que enseñar a amarla y no se está haciendo. Como siempre, los problemas de España están arraigados en una falta de educación y/o en una educación nefasta. Si nos hubieran educado en valores democráticos, como en el resto de Europa, otro gallo cantaría y hace tiempo que seríamos estados federados y nos llevaríamos todos de maravilla.
Como tengo el convencimiento de que a un catalán o a una catalana les resulta más fácil entender la idiosincrasia gallega o la vasca, y a los vascos y gallegos entender la catalana (siempre hay excepciones como el Sr. Núñez Feijóo, de infausto comentario en este asunto), si queremos permanecer unidos y que Cataluña no se desgaje, eduquemos de una vez a todos los españoles en la riqueza cultural que nuestra tierra posee y gestemos la amplitud de miras suficiente para admitir de manera definitiva la pluralidad en nuestra marca hispana, donde históricamente sólo ha existido desde la confrontación y no desde el respeto. Y empecemos por ejemplo pronunciando como dios manda en los medios los nombres no castellanos, pero tan españoles como estos, para entrenar las mentes poco viajadas, y empecemos enseñando en las escuelas la cultura plural de “nuestros pueblos” (sí, Sr. Savater, pues haberlos haylos), y empecemos por impedir que los responsables públicos digan barbaridades.

Cierto que estos son tiempos para sumar juntos en una Europa plural y compacta al tiempo, pero nadie ha dicho que una España federada no pudiera funcionar en ese juego de fuerzas como un reloj suizo. Aun así, quiero decirles a los españoles que no aman ni entienden ni quieren entender Cataluña que la voluntad independentista no es un capricho de niña malcriada; y quiero recordarles que desde 1714, o sea desde hace tres siglos, ahí es nada, los catalanes nos sentimos maltratados. Por ello si desde una España unida no se nos cuida, nos marcharemos y nos marcharemos pronto. También les digo que a nosotros el boicot nos parecen una salida de tono de palurdos y que seguiremos comiendo chistorra, escuchando a Diego El Cigala, paseando por debajo del acueducto de Segovia y por La Concha y, cómo no, tomando pescadito frito en Tarifa; lo que hagan ustedes con el cava es asunto suyo y de sus poco o mucho viajadas conciencias.

sábado, 1 de septiembre de 2012

21. CON IVA O SIN ÉL, LEER NOS HACE LIBRES


“El verdadero objeto de los libros es engatusar al cerebro para que piense por cuenta propia”.
Christopher Morley, autor de La librería ambulante


Cuando leo que el gobierno de Brasil ha puesto en marcha en algunas de sus prisiones federales una medida cuanto menos inusual, que consiste en reducir las condenas de los presos en función de los libros que estos lean, inevitablemente sonrío: “El mundo empieza a girar en la dirección correcta”, pienso. Cada libro leído regala al interno cuatro días en la calle, a restar de su periodo de reclusión. Y si es capaz de leer una docena al año, su afición lectora se traducirá ni más ni menos que en cuarenta y ocho días de libertad por la patilla, que para alguien acostumbrado al aire enrarecido del trullo deben de saber a pura gloria. “Con mi ritmo de lectura (sin duda perjudicial para la vista y el bolsillo), antes de entrar en la trena yo ya habría salido”, me digo para mis adentros.
Que la mayoría de presos brasileños no cuenten en sus delictivos currículums siquiera con la educación básica no deja de ser una triste paradoja en esta ventajosa invitación a la lectura, aunque precisamente por ello pueda suponer un acicate aún mayor. Bien enfocada, incluso es probable que dicha campaña sirva para aumentar los índices de alfabetización. Espoleados por esta iniciativa, me pregunto qué leerán los presos brasileños. ¿El último best seller de Paolo Coelho o la autobiografía de Reinaldo Arenas? ¿El penúltimo best seller de Paolo Coehlo o Diario de Lecumberri, del colombiano Álvaro Mutis? ¿Acaso Los muros de agua, del méxicano José Revueltas? ¿El beso de la mujer araña, del argentino Manuel Puig? ¿O quizás Papillon, del francés Henri Charrière? No creo que los huéspedes de las prisiones brasileñas estén muy interesados en regodearse en tristes y lóbregas historias carcelarias, de modo que está claro que poco o mucho se icrementarán las ventas del Sr. Coelho.

Como confieso que soy una lectora romántica, especie sin duda en peligro de extinción, no puedo evitar imaginar a un benévolo bibliotecario de gruesas antiparras guiando hábilmente las lecturas de los reclusos más avezados. En mi fantasioso magín lo veo recomendando a un joven descarriado el capítulo octavo del Quijote, donde el buen Alonso Quijano se enfrenta a los molinos de viento creyéndolos gigantes, o bien a un reincidente el veintidós, donde el hidalgo se encuentra con una docena de hombres condenados a galeras, de los que se lleva una lección, así como una buena somanta de palos. Quizás incluso a algún anciano nostálgico una novelita de Jane Austen, con la que transportarse a confortables salones llenos de bonitas jóvenes casaderas y huir por unas horas del monótono paisaje de velludos pechos tatuados. Aunque sepa que abundan, admito que visualizar a una reclusa me sigue costando, discúlpenme.

Lejos de los barrotes de las cárceles, en el mundo de las puertas abiertas y las fronteras mal que bien franqueables, está el lector que lee exclusivamente por placer y no impelido por el calendario de su desdicha, casi siempre arrellanado en un mullido sofá o en una tumbona de playa, quien busca también ser libre a su manera: viaja allende de mares y montañas, deja atrás la rutina de los días, saborea frutos prohibidos, se erige en aquel o aquella que jamás será y siestea abrazado al objeto de su ensoñación. No existe método alguno más económico y exento de riesgos para evadirse de uno mismo que abrir un libro y zambullirse en él, dejándose llevar por el flujo envolvente a que nos empuja. “Para llevarnos a tierras lejanas no hay mejor fragata que un libro” (Emily Dickinson). Creo firmemente que podría vivir sin escribir, pero no sin leer.
Han sido tantos los momentos de gozo que hasta la fecha la lectura me ha deparado, que no doy abasto para recordalos. Sí tengo muy presente algunos de ellos por su carácter iniciático, como la visita ocasional a la casa de unos amigos de mis padres, con hijos ya crecidos, de la que salí pletórica con una caja inmensa que albergaba la colección entera de los clásicos juveniles que en los años cincuenta y sesenta publicó la editorial Bruguera, y que entonces, en los ochenta, ya amarilleaban como piezas de colección y cuyas páginas desprendían ese característico olor a libro viejo que a decir de los científicos es el que permite, química mediante, su conservación. Los devoré con avidez y los conservé largos años, hasta que ya no cupieron en mi biblioteca, que creció y se multiplicó. A decir verdad, ahora lamento haberme desprendido de ellos, por lo que quisiera pensar que estarán alimentando la capacidad fabuladora de algún preadolescente novelero y no serán prosaica pasta de papel destinada a la edición de guías telefónicas.

Porque nos consta que hay jóvenes que aún leen, como atestiguan las reediciones de algunos títulos agraciados con el beneplácito de las modas (niños magos, romances edulcorados, vampiros palidísimos...), que enseguida devienen en películas de gran éxito. Mas a decir de editores y libreros las ventas se derrumban como castillos de naipes (y no precisamente porque aumente la lectura gratuita en las bibliotecas), por lo que cabe afirmar que mientras a nuestros menores les interesan mayoritariamente las maquinitas de toda clase y condición (consolas, móviles, tablets...), a nuestros adultos ya no se sabe qué les interesa. Claro que no es de extrañar, dado el caldo de cultivo que estamos dejando que fermente, hay que decir que para oprobio de nuestra sensatez.
Mientras en países vecinos las letras siguen siendo un puntal, y se traducen en facilidad de expresión y de discusión, los programas de enseñanza nacionales reducen a marchas forzadas y de modo alarmante sus contenidos, convirtiéndolos en un popurrí infecto de fragmentos de textos cada cual más facilón, en un intento espurio y pueril de atontar a los ciudadanos ya desde su tierna infancia, impidiendo que templen su capacidad de discernimiento. No contento con ello, va el gobierno y decide subir el IVA a los productos culturales como si de artículos de lujo se tratara. ¡Brindemos por la falta de sentido común!

Cualquiera pensaría que los encargados de administrar nuestro país ignoran la endeblez de nuestros fundamentos. Creerán que aquí vamos por los bares citando a Shakespeare y que en las charlas de autobús sacamos a colación sentencias de Séneca o versos de Quevedo. No recuerdan que desde que en 1936 aguerridos soldados de ideología afín a la suya creyeron que la cultura era un obstáculo para imponer la vuelta al rancio pasado que añoraban (de ahí que se dedicaran con saña a fusilar maestros, encarcelar catedráticos y empujar a los intelectuales al exilio), ha costado y mucho que en nuestra tierra volviera a crecer la hierba. Ahora que mal que bien volvía a asomar, va y la quieren cercenar a golpe de mandoble.
Habrá quien en su ignorancia crea que en estos tiempos que corren hay que sacar pasta hasta de debajo de las piedras para obedecer los dictámenes de la sacrosanta UE y que no hay nada que objetar a una subida de impuestos, sino todo lo contrario. ¿Pero cómo admitir entonces que en un asunto tan sensible como la cultura se imite tan poco a Europa, donde las facilidades para creadores, programadores e industria son infinitamente superiores? Que no se engañen si no quieren verlas venir peores. La subida del IVA no es más que un atajo hacia un objetivo claro: si la gente iba poco al cine, que vaya menos; si iba poco a los conciertos, que vaya menos; si leía poco, que lea aún menos o mejor nada. ¿Cómo se entiende si no que alguien considere el libro electrónico (con un IVA del 21%) un primo hermano de los juegos de Nintendo y no un primo hermano de su homónimo en versión de papel (con un IVA del 4%)? Por mucho que lo intento no veo en una edición electrónica de Madame Bovary o Memorias de Adriano más semejanza con Super Mario Bros que con su propia edición encuadernada. Señalado pues el despropósito que supone asfixiar de este modo abyecto el comercio de la lectura digital, que es donde cualquiera sabe que está el futuro del libro, la intención de nuestros sabios gobernantes queda con el culo al aire: lo que quieren es impedir por cualquier medio que ejerzamos el sentido crítico, no vaya a ser que nos dé por pensar que contamos con los medios para impedir que nos sigan tomando el pelo.

Alguien ya ha apuntado que el PP se venga con ello de “los rojillos” que vienen buscándole las cosquillas desde la guerra de Irak, y desde mucho antes, y que no han cejado de avergonzarlos plantándoles en la cara el espejo de su sandez, donde no tiene cabida precisamente ni el disenso ni la pluralidad que tan tenazmente alimenta la cultura. Visto lo visto, si no queremos caer en la molicie y descender en caída libre, habrá que aguzar el ingenio. Sugiero seguir leyendo los libros en formato papel hasta que se nos deshagan entre las manos y adelgazar lo bastante, no costará mucho dado el aumento de precios, para acudir al cine, al teatro y a los demás espectáculos de dos en dos. Dado que las entradas que antes estaban gravadas con el 8% de IVA ahora lo están con el 21%, para abaratar costos bastará con encajar dos cuerpos en cada asiento. El roce hace el cariño, tengan en cuenta el dato.
Y es que habrá que echarle imaginación a este intento nada disimulado de mantenernos sumidos en el borreguismo, porque con IVA o sin él seguiremos leyendo, seguiremos yendo al cine (¡donde se ponga la gran pantalla que se quiten todas las demás!) y seguiremos escuchando música en directo (¡qué diferencia con la enlatada, dónde va a parar!). Cualquier esfuerzo es poco para seguir sintiendo ese cosquilleo en la pituitaria, para notar ese montón de hormonas de la felicidad propalándose por nuestro organismo, mientras el sentido crítico crece dentro de nosotros a marchas agigantadas en respuesta a los intentos de nuestros estúpidos gobernantes por condenarnos a una burricie en la que ya les anuncio que muchos no pensamos caer.

domingo, 3 de junio de 2012

20. IMAGINACIÓN CONTRA EL PODER

Son pocos los articulistas con los que casi siempre estoy de acuerdo, hablen de lo que hablen, y uno de ellos es Pilar Rahola. ¡Aquí alguno pondrá el grito en el cielo ya que Rahola suscita tantos amores como odios! Conste en acta que he dicho “casi siempre”... Al margen de que simpatizo y mucho con su ideología, creo que escribe estupendamente, argumenta que da gusto y tiene una visión global de la realidad de la que otros por desgracia carecen, ya sea por falta de formación, por falta de inteligencia o simplemente por falta de talento. De ahí que no resulte extraño que mi opinión sobre el movimiento 15-M se parezca tanto a la suya y yo también piense que “algunas de sus bondades inapelables se ven contaminadas por maldades también inapelables”.

En “Cara y cruz del 15-M” (La Vanguardia, 15/05/2012), en la fecha exacta pues del primer aniversario de dicho movimiento, su postura al respecto queda bien clara cuando, tras reseñar sus virtudes, afirma: “Pero también hay que poner en evidencia algunas cruces que el movimiento acarrea. Por ejemplo, su nula capacidad autocrítica, que los hace incapaces de aceptar que la acampada en plaza Catalunya degeneró en un auténtico basurero, o las barbaridades que llegan a escribir en la red, cuando se les critica. También es problemática su incapacidad de romper completamente con los grupos violentos, y su demonización de la policía. Y finalmente, es un hecho que algunas de las propuestas que presentan nos llevarían a una sociedad caótica, más propia del revolucionarismo fallido de otras épocas que del futuro, y lo hacen desde una cierta tendencia mesiánica a creerse la voz del pueblo”.

Busco algo con lo que disentir y no lo encuentro. A mí también me chirría y mucho su tolerancia hacia esos energúmenos que lanzan globos rellenos de pintura a las fachadas de la Bolsa, arrasan con lo que se les pone por delante a patada limpia o a bate pelado (con especial predilección por los cristales de puertas y escaparates) e incendian una cafetería ¡con la gente dentro! ¿Están en la cárcel quienes hicieron esa barbaridad? Deberían, y a mí no me consta. Sí, ya lo sé, eso fue el día la huelga general, pero tanto monta porque eran los mismos.

Igualmente me parece deplorable la porquería que acarrean y siembran, porque nadie ha dicho que la limpieza y el aseo sean patrimonio exclusivo de la derecha. Sé de qué hablo, pues en las fechas señaladas del año pasado circulé tanto por Madrid como por Barcelona y tanto la Plaza del Sol como la citada de mi ciudad, por cierto a apenas unos pasos de mi domicilio, de modo que la vi de mañana, tarde y noche, daban asco. De hecho, la cifra en euros contantes y sonantes que costó devolver la Plaza de Cataluña a su natural estado fue astronómica ¡y vergonzosa! Que la paguen ellos, me dije, pero la acabamos pagando nosotros, o sea todos.

También, en dicha plaza, me chirría enormemente ver somieres en la copa de un árbol haciendo las veces de improvisada cabaña. Los árboles están vivos, Sres. indignados, y sufren a causa de las heridas que se les infligen. Como no creo que los indignados que se suben a los árboles tengan nada en común con Cósimo, el Barón Rampante de Italo Calvino, quien se negó a comer un plato de caracoles que en su noble casa le pusieron delante, se subió a un árbol y ya no bajó nunca más (claro está que lo hizo, mejor dicho Calvino lo imaginó, en tiempos en los que se decía que se podía cruzar Europa de copa en copa), les conmino a que bajen inmediatamente a la voz de “ya”. O mejor dicho, conmino a la policía a impedir tal barbaridad, por exótica que parezca. A mí dichos acampados arbóreos me recuerdan demasiado a los que cimbrean desde las alturas de las pobres farolas de Canaletas en las fechas señaladas por San Barça (digo Can Barça) y esa filosofía, se pongan como se pongan, apesta a gamberrismo e idiocia.

En cuanto a sus propuestas, mesiánicas o no, ingenuas o no, yo diría que no llegan a la categoría de propuestas al faltarles, no ya sensatez, sino entidad. Está muy bien proponer lo que sea, pero hay que explicar el cómo. Sin el cómo no hay qué, no hay nada. Y no le faltaba razón a Salvador Cardús cuando escribía, hará ahora un año, esto: “Que media docena de profesores universitarios les proporcionen un poco de discurso articulado, no puede disimular la ausencia radical de contenido más allá de esta indignación que no es otra cosa que irritación airada. Tan vacía, por cierto, como vacío de contenido es ¡Indignaos! de Stéphane Hessel”.

Precisamente sobre esa falta de contenido, que no da muchas esperanzas sino más bien lo contrario, pensaba yo el otro día mientras escuchaba con atención a unos cuantos expertos internacionales que debatían, y bien, sobre el después de la democracia en el barcelonés CCCB. Cuando tocó el turno de tratar acerca del 15-M, tuve que contenerme para no espetarles: “¿Pero no saben que en España a los jóvenes no se les enseña ni quién fue Franco, y ya no les digo Ceucescu? ¿Cómo van a saber entonces articular una alternativa política al capitalismo salvaje que nos ha hundido por mucha rasta y saco del Decathlon que arrastren?” Hay excepciones con gran futuro, por supuesto, como Amador Fernández-Savater o Sandra Ezquerra, pero la mayoría huele demasiado a porro y a chiruca (con todos los respetos para los porros y las chirucas, juntos o por separado).

Queda dicho que son muchas pues las fallas que le veo a este más que justificado movimiento de indignación, con el que por suerte a día de hoy contamos en este país nuestro, abúlico y conformista, donde la gran proeza de algunos consiste en pasear por los calles comerciales cual manada obediente y donde la gran transgresión es ir a ver una película donde se avista un pene generoso (léase Shame y léase el pene de Fassbender) o seguir las andanzas de Mario Vaquerizo en un reality televisivo; con todos mis respetos para el citado pene y el citado Vaquerizo, claro está.

“Imaginación al poder”, escribieron en las fachadas de las universidades francesas los estudiantes del mayo del 68, y acabó convirtiéndose en su grito de guerra y traspasando fronteras. Aquí lo que falta es eso, imaginación y organización. Está muy bien que “The Boss”, o sea Springsteen, les dedique a los indignados una canción en un concierto, está muy bien que se les dé aliento desde la prensa progresista, pero ha pasado un año y, aunque el 15-M no se ha quedado en anécdota, como algunos agoreros presagiaban, y sigue su andadura con el esfuerzo de muchos, hace aguas por muchos lados. Porque un año después hay que ponerse las pilas, mirar hacia atrás, recorrer esos doce meses de pelea pacífica y ejercer la autocrítica, que es de lo que según Pilar Rahola más adolecen los miembros del 15-M y donde acaso resida su mayor debilidad.

Porque es una noticia fantástica que la indignación ciudadana busque su cauce de expresión aún hoy, tras 365 días en los que progresivamente se ha ido oscureciendo cada vez más el horizonte… de expectativas; que no se quede encerrada en las trincheras domésticas del conformismo; que busque nuevas vías de participación. Hoy, más que nunca, hace mucha falta. “El 15-M tenía motivos para protestar el año pasado, hoy los tiene mucho más que entonces, dado el clímax depresivo de súbito desastre y emergencia nacional que se cierne sobre la actualidad española”, sentencia, y sentencia con gran lucidez, Enrique Gil Calvo (El País, 13/05/2012).

Yo que nací en el revolucionario 1968, y que por tanto me veo impelida a sentir como mía esa revolución pacífica que veía la playa bajo los adoquines, pero que como contrapartida he salido en cambio muy poco gregaria y gusto poco de sentarme en el duro suelo (y menos si lo adornan las cacas de las palomas…), sí puedo desde esta modesta tribuna dar algunas pistas (disculpe quien me lea la osadía: ¡opinar desde fuera del 15-M ya debe de ser un sacrilegio, pero encima dar consejos…!).

Amigos indignados, empezad por organizaros como un solo cuerpo. Organizarse es poner orden, elegir a los cabecillas, a los representantes, a los portavoces (que algunos ya tenéis). Dividiros en grupos de actuación: contra el sistema financiero, contra los recortes en sanidad, contra el aumento de las tasas en la educación, contra la aniquilación de la cobertura social, contra los desahucios… Poned a los mejores en cada campo y buscad entre vuestras filas a los bien documentados, que los tenéis. Personas como Ada Colau, portavoz de la PAH (Plataforma afectados por la hipoteca), que ha conseguido ponerle cara a un problema concreto y que está logrando avances. Tended puentes hacia la sociedad civil que piensa como vosotros pero no se moviliza. Y salid a la calle, sí, pero con los deberes hechos.

Vestid camisetas de colores vistosos y organizar acciones reivindicativas con cara y ojos, sincronizadas, impecables, sin rastro de violencia, sin una sola pintada (¡he dicho que ni una sola!). Haced sentadas frente a las entidades bancarias con traje y corbata, simulad el entierro de la enseñanza pública como si fuera el entierro de la sardina, con gracia. Mejorad vuestras puestas en escena, que algunas rozan el patetismo. ¿No tenéis estudiantes de arte dramático? Pues que se note. Menos caretas de Anonymous (¡puaj!), menos greñas de esas que van a donde está el follón vaya de lo que vaya, menos no por el no y sí por el sí, más reflexión y más neuronas.

Yo de vosotros empezaría por decidir si a lo que aspiráis es a cambiar el estado del bienestar por otro ajustado a valores nuevos, o bien ambicionáis conservar el estado del bienestar para beneficiaros de él como hicieron vuestros padres. Ese es el quid de la cuestión y sin eso bien clarito no hay ni indignación ni nada de nada. Tener razón no es sinónimo de hacerlo bien, de ahí que anime a los participantes del 15-M, y sobre todo a quienes mal que bien se han erigido en interlocutores del mismo, a organizar mejor sus reivindicaciones y a ponerle imaginación al asunto, que falta le hace.

martes, 1 de mayo de 2012

19. POSTDEMOCRACIA

Si las nuevas tecnologías, lo queramos o no, están conllevando cambios en los individuos a nivel antropológico y también neuronal, cambios que empiezan por distinguir entre individuos nativos e inmigrantes digitales, o lo que es lo mismo, entre individuos mejor o peor preparados para esta nueva era, está claro que la consecuencia primordial de estas nuevas tecnologías, la globalización, cuyas virtudes y defectos hace ya un tiempo que gozamos y sufrimos (no sé si necesariamente por este orden), supone también un antes y un después en todos los ámbitos, de entre los que podríamos destacar el social, el político y el económico. Ningún sector permanecerá ajeno a la irrupción de un nuevo de paradigma de la magnitud de este, que algunos han bautizado ya como tercera revolución industrial o revolución científico-técnica (suma de las nuevas tecnologías y de las energías renovables).

Al igual que los primeros grandes viajes propiciaron el ensanchamiento del planeta (la Ruta de la Seda, la Ruta de las Indias… y, cómo no, el descubrimiento del Nuevo Mundo), las nuevas sendas que abre Internet a cualquiera con una conexión a mano y cuatro conocimientos informáticos básicos, son casi infinitas. Afirmar que la crisis financiera actual (por mucho que nos desvele) es nuestra única preocupación, es cuanto menos de irresponsables. De hacerlo, cabría la posibilidad de trampear la crisis, pasar a un nuevo estadio en el que la economía mal que bien volviera a funcionar sin grandes sobresaltos y no haber entendido nada. Creo que cualquiera con dos dedos de frente desea que eso no suceda.

Y es que afirmar que no estamos ante un cambio histórico sería empeñarse en una vana ceguera (que en Milton y en Borges pudo ser muy productiva, pero que dudo lo fuera en los demás). Internet lo ha cambiado todo, del mismo modo que la radio o la televisión transformaron en su día la comunicación de un modo radical imponiendo sus respectivos lenguajes. Desde los pliegos de cordel que vendían los ciegos cantores por aldeas y caminos, desde las noticias propagadas a voz en grito por los pregoneros en las plazas de los pueblos, hasta este nuevo instrumento ya insoslayable que nos comunica con cualquier rincón del globo en unos segundos, hay un largo recorrido que nos ha llevado de la más absoluta desinformación a la sobreinformación.

A mediados de los noventa Michel Collon ya avisaba: ¡Ojo con los media!, en un volumen así titulado que aplaudió incluso Chomsky y donde cuestionaba la veracidad de la información, altamente manipulable. Ahora, la democratización de Internet ha hecho que a la información tendenciosa se sume la sobreinformación, con esa carga peyorativa que comparte con la sobrealimentación o el sobrecalentamiento del planeta. No hace falta ser un lince para advertir sus nefastas consecuencias: el acceso a datos de lo más dispar nos convierte a todos en unos pequeños Punset, creyéndonos así autorizados a hablar de cualquier asunto sin verdadero conocimiento de causa, edificando sobre cimientos de cartón piedra un saber acumulativo mal digerido y de escasísimo calado. A este respecto la crisis resulta hasta divertida: los bares de barrio están llenos de expertos en economía mundial que, aunque sigan luciendo el palillo en la comisura de la boca, albergan dentro a un fogueado profesor de ESADE.

Pero acaso ese sea tan sólo un daño colateral y no demasiado difícil de solventar si somos capaces de discriminar entre información y desinformación, y de enseñar a la población a crear los criterios para hacer otro tanto al mismo tiempo que se les enseña a mover el ratón y a navegar. Lo que sí tiene consecuencias insoslayables, que han propiciado entre otras cosas el movimiento 15 M aquí y, a orillas de nuestro Mediterráneo, las primaveras árabes, es el acceso inmediato a la información. Es pues la velocidad y no la cantidad la que marca la diferencia respecto a décadas anteriores, cuando había que esperar a que la prensa extranjera llegara al quiosco más cercano con algún día de retraso.

Incluso quienes renegamos de las redes sociales (y nos resistimos a usarlas para no quedar presos en su pegajosa telaraña), tenemos que admitir que cumplen a la perfección su función de voceros al estilo de los pregoneros de antaño, aunque sus transmisores calcen zapatillas Nike y no alpargatas y estén cómodamente arrellanados en sus sofás y no a la cruda intemperie. Eso sí, no creamos que la población mundial entera ha hecho un curso rápido de redacción y mecanografía; como dice el experto en mass media José Sanclemente: “El 90% de los contenidos de las redes sociales lo produce el 10% de sus miembros”.

***

Sumada a la abundancia informativa, la velocidad es asimismo la que está implantando una nueva forma de pensar la política: allí donde invitaba ayer a votar cada cuatro años y supervisar desde la distancia la actuación del gobierno de turno como quien ve crecer un árbol abandonado a su suerte, invita ahora a la participación activa y acaso diaria, poda incluida. Porque la inmediatez implica cercanía, proximidad, contacto. Los ciudadanos de hoy ya no son los ciudadanos de hace siquiera un lustro, y es por ello que surge el descontento, no tanto por la crisis y sus consecuencias prácticas (que también), sino porque teniendo acceso a mucha más información que antes y en un tiempo récord, las explicaciones sobre lo que se teje y se desteje desde los poderes públicos ya no satisfacen. Le sucedió a quien en su día empezó a leer dos periódicos en lugar de uno: vista la disparidad, cuestionar lo que leía se tornó práctica habitual.

La globalización invita al espíritu crítico, a la comparación y a la detección del agravio. Lo que un gobierno oculta, lo que un periódico maquilla, un ciudadano puede sacarlo a la luz sin cortapisas en un periquete con material gráfico incluido y alcanzar el preciado podio del trending topic. Ya no hay coartadas ni subterfugios. Si la abundancia de medios gráficos en los actos políticos ha permitido retratar al mismísimo Sarkozy guardándose el reloj en el bolsillo antes de estrechar la mano a unos simpatizantes, ¡qué no serán capaces de hacer los mil iphones que corren por ahí! Ahora el emperador va desnudo y todos podemos no sólo verlo sino hacernos eco de su desnudez. Se impone pues la transparencia y se impone la participación, en esos dos parámetros tiene que moverse esta nueva era política, que pugna por edificarse sobre los pies de barro del descontento popular, aún titubeante más no por ello, como hemos visto, silente.

¿Postdemocracia? Por qué no. Si el capitalismo ha mostrado ya la cara menos amable (en forma de excesos, abusos y extralimitaciones de todo tipo y condición, no exclusivamente financieros), ahora empezamos a vérsela a la democracia, moldeada en función de servidumbres injustificables y amparada en opacidades no menos injustificables, que existen desde sus orígenes, cierto, pero que sólo ahora han sido iluminadas por los potentes focos de la globalización. La cara sombría del capitalismo la explica una bibliografía abundante, en cuya cosecha más reciente acaso quepa destacar La doctrina de shock, de la valiente Naomi Klein, que sigue sin tener pelos en la lengua. Al documental resultante del libro, que debiera ser de visionado obligatorio, puede accederse clicando aquí: http://www.youtube.com/watch?v=Nt44ivcC9rg&feature=related

En cuanto a la democracia… Ahí las voces críticas discrepan a la hora de detectar las mayores fisuras. Para unos la gran lacra es la servidumbre de los mercados, para otros la codicia de los gobernantes (capaces de alcanzar el poder con un programa y engañar luego a su electorado haciendo lo contrario). Ni que decir tiene que ambas son perfectamente compatibles y complementarias, para lamento de muchos. ¿Tan complicado es detectar de qué pie cojean nuestras democracias para poder acto seguido renovarlas? Escribía acertadamente Guillem Martínez en El País (22/04/2012) que la democracia no es una ideología, a pesar de los muchos intentos por ideologizarla. Es probable que a ello se deba que no acaba de encontrarse el hilo del que tirar para replantearla como merece y como merecemos todos los que nos servimos de ella (la palabra “usuario” me parece aquí excesivamente tecnocrática).

Así pues, si la democracia no es ni más ni menos que un sistema de gobierno y no la emanación directa de un capitalismo rastrero e inhumano (capaz de generar más desigualdades que igualdad, más desasosiego que equilibrio), como tal debe ser tratado, es decir, en función de su buen o mal funcionamiento. El descrédito de la política, la salida a la luz de casos de corrupción que claman al cielo, el peligro de ascenso de opciones populistas o extremistas, debieran ser razones más que suficientes para cuestionar su validez. Y ahí entra la sociedad civil (nadie va a dinamitar la democracia desde los órganos de poder, no seamos ingenuos). Si ahora todos los ciudadanos somos accionistas que acudimos a un consejo de administración con la carpeta bajo el brazo, carpeta que antes sólo manejaban unos pocos, debe producirse un cambio en las relaciones ciudadano-Estado. Ya no basta cumplir con el derecho a voto y echarse a dormir.

Reclamar referéndums en cuestiones clave, fomentar las redes de interacción público-privado, intervenir en la mejor gobernanza mediante la implicación en la gestión local… Son incontables los caminos para participar activamente e invitar con ello a la transparencia de los órganos de gestión. La quiebra de un sistema financiero globalizado no puede ser tomada como un tropiezo aislado sino como un fallo asimismo global, que exige un perentorio viraje hacia una nueva forma de buen gobierno. Las actuales estructuras, tal cual las entendemos, están quedando obsoletas. Si la democracia, tal como es hoy, no cumple con la misión para la que está destinada, tendrá que ser modificada.

Es probable que el actual estado de confusión en que vivimos y que nos ha dejado tan aturdidos como a los enfermos recién salidos de la anestesia, entorpezca nuestra capacidad de reacción. Por fortuna son muchas las lecturas iluminadoras que pueden ayudar a disipar las nieblas caliginosas que nos envuelven, para que no nos alumbre tan sólo el foco cegador de la globalización. Ahí va una muy reducida lista de títulos recientes: El desgobierno de lo público (Ariel), de Alejandro Nieto, donde se retrata la política como negocio y la partitocracia como epidemia. ¡Votad la desglobalización! (Paidós), del francés Arnaud Montebourg, que propone un acercamiento de los medios de producción y consumo. La ciudad en llamas. La vigencia del republicanismo comercial de Adam Smith (Montesinos), de David Casassas, donde se evidencia la necesidad de un proceso civilizatorio que contrarreste los males de la modernidad. Más allá del crash: apuntes para una crisis (Los libros del lince), de Santiago Niño Becerra, que la define no como una recesión sino como una crisis sistémica y por tanto necesitada de medidas nuevas. Y Diguem prou! Indignació i respostes a un sistema malalt (Angle), de Arcadi Oliveres, donde reflexiona sobre la moneda única, las SICAV, los paraísos fiscales, el 15-M y otros temas de rabiosa actualidad.

Vale la pena también tener en cuenta las reflexiones del cosmopolita plantel de pensadores de “The Aftermath Network”, encabezados por el sociólogo Manuel Castells, dedicados a estudiar el después de estos años volcados en la exaltación del estado del bienestar. Una muestra de sus ideas se recoge en el documental “El després de la crisi”: http://vimeo.com/39889722

Por su parte el austríaco Christian Felber, invitado del excelente programa “Singulars” del catalán Canal 33, es el promotor del modelo denominado “La economía del bien común”, una propuesta alternativa que puede parecer utópica pero no es más que una exhortación a la economía sostenible en un momento en que un cambio en el flujo económico no sólo es posible sino necesario.

Y para rematar este listado de sugerencias, recordar que la participación directa en cuestiones de candente actualidad es posible sin moverse de casa y del ordenador. Con un solo click pueden iniciarse o apoyarse peticiones de diversa envergadura, algunas de ellas de gran alcance. Basta acceder a las webs de Amnistía Internacional, Avaaz o Actuable (próximamente Change.org).

lunes, 2 de abril de 2012

18. REHABILITAR LA CIUDAD

Me gusta la arquitectura. Me gusta y la considero uno de los grandes logros de la humanidad, un arte práctico nacido como verdadera necesidad (darnos cobijo) y de inmediata amortización. Admiro especialmente la sobriedad del románico, la estética de la Bauhaus (de ahí que entre mis edificios favoritos se encuentre la Fundación Mies Van der Rohe de Barcelona, así como un puñado de prodigios de Le Corbusier y otros tantos de Alvar Aalto), el relajante minimalismo japonés y algunos destellantes ingenios metálicos o de cristal (ni de lejos todos). Valoro también los aciertos estéticos de movimientos como el modernista (anteponiendo mil veces la Casa Batlló a la espantosa Sagrada Familia o a la inquietante Pedrera, que en los días grises parece formar parte de la escenografía de El séptimo sello) y soy una gran valedora del clásico piso del Ensanche barcelonés, con suelos de mosaico, pasillos anchos, techos artesonados, porticones altos y galerías que dan a amplios patios de manzana (lástima que a Cerdá se le hiciera poco caso y sean contados los que a día de hoy lucen ajardinados).

En cambio, la estética de las corralas madrileñas nunca me gustó, me remite en exceso al amontonamiento suburbial hijo de los sesenta, y tampoco aprecio la gentrificación asociada a las casas pareadas y otros inventos carentes de personalidad, donde la calidez brilla por su ausencia. Del mismo modo que prefiero las sólidas y ventiladas casas de campo de la Provenza o la Toscana (dichosos enclaves que tienden a aparecer en las películas como sueños cumplidos) a las construcciones británicas u holandesas, amigas de las escaleras estrechas, la brevedad de salones y alcobas y, cómo no, de la maldita y nada higiénica moqueta; donde se ponga una tarima bien encerada, que se quite todo lo demás.

Del amplio espectro arquitectónico, la disciplina que más me atrae es el urbanismo (que ha dado también una interesantísima bibliografía en la que a veces recalo por puro intrusismo, pues tendría que volver a nacer para dedicarme a algo remotamente relacionado con ella). Acaso porque la ciudad se ha convertido en el albergue más multitudinario y creo en la necesidad de hacerlo cuanto más habitable mejor, el urbanismo se revela un requisito indispensable. Acuñado dicho término por el citado Cerdá (que por cierto era ingeniero y no arquitecto), aunque posea una larga historia de planificaciones que nos remonta a la Atenas de Pericles y a la reconstrucción de la Roma de Nerón, que precisó volver a ponerse en pie tras el brutal incendió que la asoló, en la actualidad está íntimamente vinculado a la sociología. Y como la sociología es a su vez otro de mis intereses, de ahí la afición.

Paseo pues por las ciudades con el ojo entrenado, como el botánico por el campo (campo por el que a su vez paseo como si lo que creciera en él fueran olorosos dioramas, dada mi supina ignorancia en todo lo relacionado, por autóctono que sea, con el mundo vegetal). Me entretengo observando con qué criterios se urbanizan las ciudades que visito, cuál es la estética mayoritaria de los edificios que en ellas se levantan, cómo se combinan historia y progreso, cómo se articulan los espacios de uso público (estaciones, aeropuertos, bocas de metro…), qué rincones resultan gratos al paseo y cuáles francamente fastidiosos. Me fijo especialmente en las cuestiones prácticas: aparcamientos, almacenamiento y recogida de basura, aceras, pasos peatonales… Y si no fuera por vergüenza, fotografiaría el mobiliario urbano y coleccionaría imágenes de papeleras, marquesinas, semáforos y asientos de toda suerte y condición (del banco de listones de toda la vida a las frías butacas individuales orientadas hacia rincones nada amables: mayoritariamente contenedores, troncos de árbol o quioscos de la ONCE).

Afortunadamente mi cordura sigue intacta y prefiero colgar en mis paredes armónicas fotografías de playas vacías, por supuesto en blanco y negro. Lo que no quita que en mi faceta de urbanista amateur reniegue a menudo del mobiliario mal emplazado, de la iluminación excesiva o deficiente, del mantenimiento pésimo de las zonas verdes, de la suciedad acumulada en rincones de difícil acceso (malditos fumadores que llenan las rendijas de millares de pestilentes colillas), de las plazas duras en exceso que invitan al resbalón o a la insolación, o a ambos.

¿Pero a qué viene esta larga digresión sobre mi afición a contemplar fachadas, cornisas, parterres o mismamente bolardos, que para quien lo ignore son esos postes chaparros que a su contacto suelen contribuir a moldear el perímetro de nuestros coches? Pues a algo tan peregrino como que ciudades a las que suponemos inteligencia como Madrid y Barcelona pugnan por incorporar a sus territorios, en concreto a sus bienamadas afueras (tan necesarias para su futuro crecimiento), una sucursal a pequeña escala de Las Vegas (a una pequeña escala para nosotros gigantesca: no sé cuántos hoteles, no sé cuántos casinos, no sé cuántos centros comerciales, etc.).

Al margen de la horterada que eso supondría (¿por qué no instalan una ciudad de las artes o un complejo rural de buen gusto en el que se cultiven huertos ecológicos y donde puedan practicarse actividades al aire libre como el taichí o el yoga, con bungalós con encanto y acariciadores riachuelos que acompañen la sosegada lectura?), y de la incentivación en quienes lo frecuentes de males como la ludopatía o el consumismo, el impacto estético sería terrible. Digamos que Las Vegas es uno de los lugares en los que nunca me encontrarán y, sólo pensar en que algo semejante pueda levantarse en mi país, me sale un sarpullido.

Me daría pues muchísima pena que Madrid, la ciudad de mi infancia (a la que regreso siempre que puedo), optara por albergar ese engendro de mal gusto y peor catadura. Pero soy sincera si digo que sentiría mucho más, me sentiría herida en el amor propio (yo y un montón de barceloneses más, a juzgar por las muchas voces que se han levantado en su contra) si dicho engendro pusiera sus cimientos en el área metropolitana de la Ciudad Condal (¡a escasos 20 km!). Y es que como dice el sociólogo y urbanista Jordi Borja a propósito de esa barbaridad, Barcelona es una ciudad ya consolidada, que requiere “más acupuntura que cirugía”.

Pocos discuten que el sucedáneo que el tal Mr. Adelson, magnate del mal gusto, quiere endilgarnos a cambio de un montón de prebendas que nuestros políticos harían bien no contemplar bajo ningún concepto, pone los pelos de punta. ¿Pero hace falta que llegue una hermana pequeña de Las Vegas a sumarse a los bodrios que ya poseemos, o somos capaces de hacer autocrítica y denostar lo que ya hace tiempo que contemplamos a diario? Existe, es cierto, un libro sobre los horrores arquitectónicos de Barcelona, firmado como no podía ser de otro modo por el cronista de la ciudad, Lluís Permanyer: La Barcelona lletja, donde se pasa revista a ejemplos de fealdad innegable como el edificio-bunker de La Favorita (ya derribado) sito en la calle Urgel, El Corte Inglés de Plaza Cataluña o los muchos espantos de los 60 y los 70 que mancillan la ciudad.

La fealdad urbana es un lugar común que se estudia y debate. En el 2010, por ejemplo, el CCCB de Barcelona dio alas a un proyecto expositivo virtual titulado “La ciudad de los horrores”, un aplicativo multimedia creado para la exposición “Barcelona-Valencia-Palma: Una historia de confluencias y divergencias”, que consistía en la confección de un mural fotográfico en el que se dejaba constancia de algunos horrores sitos en dichas ciudades. Puede que no estuviéramos de acuerdo en la fealdad de todo lo retratado (yo hubiera salvado de la quema la escultura de Rebecca Horn enclavada en una de las playas de la Barceloneta, que me encanta), pero les aseguro que, abandono y dejadez aparte, habría bastante consenso en lo que se refiere a las más variadas chapuzas: Bellvitge, Canyelles, la remodelación de la plaza de toros de Las Arenas (con una aberración alada en la parte superior y un amago de pirulí aún peor), La Ciudad de las Artes y las Ciencias (aunque a mí sí me gusten los puentes de Calatrava a pesar de las muchas ”disputas” que suscitan)... Son tantas las ciudades que albergan inmundicia y horrores arquitectónicos (empezando por las polémicas Torres Kío de Madrid), que no daríamos abasto. Aunque quizás una de las boñigas más excelsas sea el horror barcelonés de la Sagrada Familia, tan visitado. A mí, cada vez que paso cerca, un escalofrío me recorre el cuerpo, mezcla de pánico estético y terror a que no vaya a acabarse nunca.

Volviendo a ese collage participativo o museo de los horrores urbanos, diré que creo en esa clase de iniciativas nacidas para invitar a la concienciación de los ciudadanos y de los poderes públicos (si es que los poderes públicos se molestan en visitar exposiciones). Educar el gusto es sin duda la única manera de no reincidir en el mal gusto. Y es que ya lo dijo Wilde: “La estética es superior a la ética, pertenece a una esfera más espiritual”.

COMBATIR LA DEJADEZ

Aunque ojalá fuera la fealdad puntual el principal enemigo de la vista en los paseos urbanos (bastaría con cubrir dichas muestras de torpeza con bonitas y coloridas lonas o envolverlas a lo Christo), y no la dejadez misma, elevada a su máxima potencia en especial en los puntos alejados de la calle, allí donde los patios interiores muestran su cara más inhóspita.

Justamente escribo estas líneas desde un ático con amplias vistas a terrados urbanos, alejado del fragor del tráfico (para mí condición sine qua non para poder gozar de la ciudad) y, por tanto, aún tratándose de un paisaje con cierto encanto, el catálogo de despropósitos que tengo a mi alcance es casi infinito. Y es que aquí, en los patios de manzana, por espaciosos y aireados que estos sean, los ineptos han hecho su negocio: paredes leprosas que añoran su primera capa de pintura, alturas variopintas que dan lugar a paredes medianeras sin más traje que la intemperie, terrados invadidos por antenas filiformes que elevan al cielo plegarias de óxido, aparatos de aire acondicionado de talla XL, tubos de extracción colocados sin orden ni concierto y que expelen perennes aromas a fritanga… Nadie parece haberse puesto de acuerdo tampoco en la pintura de los marcos de las ventanas, ni en la elección de las persianas, por no hablar de los toldos si los hubiere. Mirar hacia abajo es también un poema: resquebrajamiento, plantas muertas, uralitas podridas, materiales abandonados a su suerte sin función aparente, pinzas de tender que se retuercen y tuestan al sol sobre embaldosados descoloridos…

No veo por qué tenemos que vivir a estas alturas con vistas a paisajes inhóspitos, que no cumplen las mínimas normas de salubridad, con ventilación deficiente, cubiertas mal inclinadas, sumideros atascados y un largo etcétera. No veo por qué, ya saliendo a la calle y oteando la ciudad desde los pasos de los paseantes, tenemos que contemplar fachadas llenas de hollín, balcones agrietados donde tendederos, escobas y escaleras conviven con bicicletas puestas en pie. Ser arquitecto en las grandes urbes debe de resultar un drama y provocar no pocas alteraciones del sueño; como asomar cada día a una ciudad bombardeada, en este caso por la negligencia y la desidia. Pues de los casi 87.000 edificios que al parecer hay en Barcelona, de los más de 25 millones que hay en toda España, ¿qué porcentaje está en un estado lamentable, que porcentaje precisa intervenciones urgentes, que porcentaje exige mejoras técnicas y estéticas? ¿Y qué porcentaje podría adaptarse de una vez a mejoras energéticas?

Y es en esta probada necesidad donde se une mi sentido de la estética con mi sentido de la higiene y con mi acaso larvada frustración profesional por la arquitectura, de lo que se deriva que leyera con alegría rayana en el entusiasmo la propuesta que hizo el arquitecto catalán Jordi Masip en La Contra de La Vanguardia (esa sección por la que tantos comienzan el diario) en fecha 23/2/2012. Masip proponía y propone, con el objetivo de reactivar la economía y en concreto el sector de la construcción, rehabilitar los edificios urbanos, que tanto lo precisan. Cada uno de los argumentos que dio en la entrevista me parecieron verdades como un templo, amén de manifestaciones de un gran sentido común:

1) Rehabilitar edificios por ley y no por gusto

2) Exigir el arreglo de edificios en mal estado (por razones de seguridad o de salubridad)

3) Adaptarlos al aprovechamiento de la energía (placas solares, instalaciones geotérmicas, recogida de aguas pluviales…)

4) Evitar el indeseado amontonamiento de antenas y otros desmanes estéticos

Si 85 de cada 100 españoles viven en las ciudades (con una elevada densidad de población por km2), no basta construir, hay que mantener. Y esa es la acupuntura que yo defiendo: no la que construye sino la que rehabilita, no la que añade sino la que sanea y, a la postre, optimiza. Claro que, ¿cómo explicarle a una población que utiliza la calle como cenicero, que deja que el perro se mee en una farola o en la fachada del vecino, que el terrado de su casa debe ser impermeabilizado de nuevo, las antenas agrupadas, los inútiles trasteros derribados, instaladas placas solares? Pues a golpe de decreto, eso está claro. En eso el arquitecto Masip tiene más razón que un santo, vaya si la tiene: no hay que invitar a rehabilitar, sino “obligar” a rehabilitar. Sólo falta que alguien que ocupe poltrona y cargo le haga caso. La ciudad lo merece, lo merecemos todos.