sábado, 1 de septiembre de 2012

21. CON IVA O SIN ÉL, LEER NOS HACE LIBRES


“El verdadero objeto de los libros es engatusar al cerebro para que piense por cuenta propia”.
Christopher Morley, autor de La librería ambulante


Cuando leo que el gobierno de Brasil ha puesto en marcha en algunas de sus prisiones federales una medida cuanto menos inusual, que consiste en reducir las condenas de los presos en función de los libros que estos lean, inevitablemente sonrío: “El mundo empieza a girar en la dirección correcta”, pienso. Cada libro leído regala al interno cuatro días en la calle, a restar de su periodo de reclusión. Y si es capaz de leer una docena al año, su afición lectora se traducirá ni más ni menos que en cuarenta y ocho días de libertad por la patilla, que para alguien acostumbrado al aire enrarecido del trullo deben de saber a pura gloria. “Con mi ritmo de lectura (sin duda perjudicial para la vista y el bolsillo), antes de entrar en la trena yo ya habría salido”, me digo para mis adentros.
Que la mayoría de presos brasileños no cuenten en sus delictivos currículums siquiera con la educación básica no deja de ser una triste paradoja en esta ventajosa invitación a la lectura, aunque precisamente por ello pueda suponer un acicate aún mayor. Bien enfocada, incluso es probable que dicha campaña sirva para aumentar los índices de alfabetización. Espoleados por esta iniciativa, me pregunto qué leerán los presos brasileños. ¿El último best seller de Paolo Coelho o la autobiografía de Reinaldo Arenas? ¿El penúltimo best seller de Paolo Coehlo o Diario de Lecumberri, del colombiano Álvaro Mutis? ¿Acaso Los muros de agua, del méxicano José Revueltas? ¿El beso de la mujer araña, del argentino Manuel Puig? ¿O quizás Papillon, del francés Henri Charrière? No creo que los huéspedes de las prisiones brasileñas estén muy interesados en regodearse en tristes y lóbregas historias carcelarias, de modo que está claro que poco o mucho se icrementarán las ventas del Sr. Coelho.

Como confieso que soy una lectora romántica, especie sin duda en peligro de extinción, no puedo evitar imaginar a un benévolo bibliotecario de gruesas antiparras guiando hábilmente las lecturas de los reclusos más avezados. En mi fantasioso magín lo veo recomendando a un joven descarriado el capítulo octavo del Quijote, donde el buen Alonso Quijano se enfrenta a los molinos de viento creyéndolos gigantes, o bien a un reincidente el veintidós, donde el hidalgo se encuentra con una docena de hombres condenados a galeras, de los que se lleva una lección, así como una buena somanta de palos. Quizás incluso a algún anciano nostálgico una novelita de Jane Austen, con la que transportarse a confortables salones llenos de bonitas jóvenes casaderas y huir por unas horas del monótono paisaje de velludos pechos tatuados. Aunque sepa que abundan, admito que visualizar a una reclusa me sigue costando, discúlpenme.

Lejos de los barrotes de las cárceles, en el mundo de las puertas abiertas y las fronteras mal que bien franqueables, está el lector que lee exclusivamente por placer y no impelido por el calendario de su desdicha, casi siempre arrellanado en un mullido sofá o en una tumbona de playa, quien busca también ser libre a su manera: viaja allende de mares y montañas, deja atrás la rutina de los días, saborea frutos prohibidos, se erige en aquel o aquella que jamás será y siestea abrazado al objeto de su ensoñación. No existe método alguno más económico y exento de riesgos para evadirse de uno mismo que abrir un libro y zambullirse en él, dejándose llevar por el flujo envolvente a que nos empuja. “Para llevarnos a tierras lejanas no hay mejor fragata que un libro” (Emily Dickinson). Creo firmemente que podría vivir sin escribir, pero no sin leer.
Han sido tantos los momentos de gozo que hasta la fecha la lectura me ha deparado, que no doy abasto para recordalos. Sí tengo muy presente algunos de ellos por su carácter iniciático, como la visita ocasional a la casa de unos amigos de mis padres, con hijos ya crecidos, de la que salí pletórica con una caja inmensa que albergaba la colección entera de los clásicos juveniles que en los años cincuenta y sesenta publicó la editorial Bruguera, y que entonces, en los ochenta, ya amarilleaban como piezas de colección y cuyas páginas desprendían ese característico olor a libro viejo que a decir de los científicos es el que permite, química mediante, su conservación. Los devoré con avidez y los conservé largos años, hasta que ya no cupieron en mi biblioteca, que creció y se multiplicó. A decir verdad, ahora lamento haberme desprendido de ellos, por lo que quisiera pensar que estarán alimentando la capacidad fabuladora de algún preadolescente novelero y no serán prosaica pasta de papel destinada a la edición de guías telefónicas.

Porque nos consta que hay jóvenes que aún leen, como atestiguan las reediciones de algunos títulos agraciados con el beneplácito de las modas (niños magos, romances edulcorados, vampiros palidísimos...), que enseguida devienen en películas de gran éxito. Mas a decir de editores y libreros las ventas se derrumban como castillos de naipes (y no precisamente porque aumente la lectura gratuita en las bibliotecas), por lo que cabe afirmar que mientras a nuestros menores les interesan mayoritariamente las maquinitas de toda clase y condición (consolas, móviles, tablets...), a nuestros adultos ya no se sabe qué les interesa. Claro que no es de extrañar, dado el caldo de cultivo que estamos dejando que fermente, hay que decir que para oprobio de nuestra sensatez.
Mientras en países vecinos las letras siguen siendo un puntal, y se traducen en facilidad de expresión y de discusión, los programas de enseñanza nacionales reducen a marchas forzadas y de modo alarmante sus contenidos, convirtiéndolos en un popurrí infecto de fragmentos de textos cada cual más facilón, en un intento espurio y pueril de atontar a los ciudadanos ya desde su tierna infancia, impidiendo que templen su capacidad de discernimiento. No contento con ello, va el gobierno y decide subir el IVA a los productos culturales como si de artículos de lujo se tratara. ¡Brindemos por la falta de sentido común!

Cualquiera pensaría que los encargados de administrar nuestro país ignoran la endeblez de nuestros fundamentos. Creerán que aquí vamos por los bares citando a Shakespeare y que en las charlas de autobús sacamos a colación sentencias de Séneca o versos de Quevedo. No recuerdan que desde que en 1936 aguerridos soldados de ideología afín a la suya creyeron que la cultura era un obstáculo para imponer la vuelta al rancio pasado que añoraban (de ahí que se dedicaran con saña a fusilar maestros, encarcelar catedráticos y empujar a los intelectuales al exilio), ha costado y mucho que en nuestra tierra volviera a crecer la hierba. Ahora que mal que bien volvía a asomar, va y la quieren cercenar a golpe de mandoble.
Habrá quien en su ignorancia crea que en estos tiempos que corren hay que sacar pasta hasta de debajo de las piedras para obedecer los dictámenes de la sacrosanta UE y que no hay nada que objetar a una subida de impuestos, sino todo lo contrario. ¿Pero cómo admitir entonces que en un asunto tan sensible como la cultura se imite tan poco a Europa, donde las facilidades para creadores, programadores e industria son infinitamente superiores? Que no se engañen si no quieren verlas venir peores. La subida del IVA no es más que un atajo hacia un objetivo claro: si la gente iba poco al cine, que vaya menos; si iba poco a los conciertos, que vaya menos; si leía poco, que lea aún menos o mejor nada. ¿Cómo se entiende si no que alguien considere el libro electrónico (con un IVA del 21%) un primo hermano de los juegos de Nintendo y no un primo hermano de su homónimo en versión de papel (con un IVA del 4%)? Por mucho que lo intento no veo en una edición electrónica de Madame Bovary o Memorias de Adriano más semejanza con Super Mario Bros que con su propia edición encuadernada. Señalado pues el despropósito que supone asfixiar de este modo abyecto el comercio de la lectura digital, que es donde cualquiera sabe que está el futuro del libro, la intención de nuestros sabios gobernantes queda con el culo al aire: lo que quieren es impedir por cualquier medio que ejerzamos el sentido crítico, no vaya a ser que nos dé por pensar que contamos con los medios para impedir que nos sigan tomando el pelo.

Alguien ya ha apuntado que el PP se venga con ello de “los rojillos” que vienen buscándole las cosquillas desde la guerra de Irak, y desde mucho antes, y que no han cejado de avergonzarlos plantándoles en la cara el espejo de su sandez, donde no tiene cabida precisamente ni el disenso ni la pluralidad que tan tenazmente alimenta la cultura. Visto lo visto, si no queremos caer en la molicie y descender en caída libre, habrá que aguzar el ingenio. Sugiero seguir leyendo los libros en formato papel hasta que se nos deshagan entre las manos y adelgazar lo bastante, no costará mucho dado el aumento de precios, para acudir al cine, al teatro y a los demás espectáculos de dos en dos. Dado que las entradas que antes estaban gravadas con el 8% de IVA ahora lo están con el 21%, para abaratar costos bastará con encajar dos cuerpos en cada asiento. El roce hace el cariño, tengan en cuenta el dato.
Y es que habrá que echarle imaginación a este intento nada disimulado de mantenernos sumidos en el borreguismo, porque con IVA o sin él seguiremos leyendo, seguiremos yendo al cine (¡donde se ponga la gran pantalla que se quiten todas las demás!) y seguiremos escuchando música en directo (¡qué diferencia con la enlatada, dónde va a parar!). Cualquier esfuerzo es poco para seguir sintiendo ese cosquilleo en la pituitaria, para notar ese montón de hormonas de la felicidad propalándose por nuestro organismo, mientras el sentido crítico crece dentro de nosotros a marchas agigantadas en respuesta a los intentos de nuestros estúpidos gobernantes por condenarnos a una burricie en la que ya les anuncio que muchos no pensamos caer.