lunes, 2 de abril de 2012

18. REHABILITAR LA CIUDAD

Me gusta la arquitectura. Me gusta y la considero uno de los grandes logros de la humanidad, un arte práctico nacido como verdadera necesidad (darnos cobijo) y de inmediata amortización. Admiro especialmente la sobriedad del románico, la estética de la Bauhaus (de ahí que entre mis edificios favoritos se encuentre la Fundación Mies Van der Rohe de Barcelona, así como un puñado de prodigios de Le Corbusier y otros tantos de Alvar Aalto), el relajante minimalismo japonés y algunos destellantes ingenios metálicos o de cristal (ni de lejos todos). Valoro también los aciertos estéticos de movimientos como el modernista (anteponiendo mil veces la Casa Batlló a la espantosa Sagrada Familia o a la inquietante Pedrera, que en los días grises parece formar parte de la escenografía de El séptimo sello) y soy una gran valedora del clásico piso del Ensanche barcelonés, con suelos de mosaico, pasillos anchos, techos artesonados, porticones altos y galerías que dan a amplios patios de manzana (lástima que a Cerdá se le hiciera poco caso y sean contados los que a día de hoy lucen ajardinados).

En cambio, la estética de las corralas madrileñas nunca me gustó, me remite en exceso al amontonamiento suburbial hijo de los sesenta, y tampoco aprecio la gentrificación asociada a las casas pareadas y otros inventos carentes de personalidad, donde la calidez brilla por su ausencia. Del mismo modo que prefiero las sólidas y ventiladas casas de campo de la Provenza o la Toscana (dichosos enclaves que tienden a aparecer en las películas como sueños cumplidos) a las construcciones británicas u holandesas, amigas de las escaleras estrechas, la brevedad de salones y alcobas y, cómo no, de la maldita y nada higiénica moqueta; donde se ponga una tarima bien encerada, que se quite todo lo demás.

Del amplio espectro arquitectónico, la disciplina que más me atrae es el urbanismo (que ha dado también una interesantísima bibliografía en la que a veces recalo por puro intrusismo, pues tendría que volver a nacer para dedicarme a algo remotamente relacionado con ella). Acaso porque la ciudad se ha convertido en el albergue más multitudinario y creo en la necesidad de hacerlo cuanto más habitable mejor, el urbanismo se revela un requisito indispensable. Acuñado dicho término por el citado Cerdá (que por cierto era ingeniero y no arquitecto), aunque posea una larga historia de planificaciones que nos remonta a la Atenas de Pericles y a la reconstrucción de la Roma de Nerón, que precisó volver a ponerse en pie tras el brutal incendió que la asoló, en la actualidad está íntimamente vinculado a la sociología. Y como la sociología es a su vez otro de mis intereses, de ahí la afición.

Paseo pues por las ciudades con el ojo entrenado, como el botánico por el campo (campo por el que a su vez paseo como si lo que creciera en él fueran olorosos dioramas, dada mi supina ignorancia en todo lo relacionado, por autóctono que sea, con el mundo vegetal). Me entretengo observando con qué criterios se urbanizan las ciudades que visito, cuál es la estética mayoritaria de los edificios que en ellas se levantan, cómo se combinan historia y progreso, cómo se articulan los espacios de uso público (estaciones, aeropuertos, bocas de metro…), qué rincones resultan gratos al paseo y cuáles francamente fastidiosos. Me fijo especialmente en las cuestiones prácticas: aparcamientos, almacenamiento y recogida de basura, aceras, pasos peatonales… Y si no fuera por vergüenza, fotografiaría el mobiliario urbano y coleccionaría imágenes de papeleras, marquesinas, semáforos y asientos de toda suerte y condición (del banco de listones de toda la vida a las frías butacas individuales orientadas hacia rincones nada amables: mayoritariamente contenedores, troncos de árbol o quioscos de la ONCE).

Afortunadamente mi cordura sigue intacta y prefiero colgar en mis paredes armónicas fotografías de playas vacías, por supuesto en blanco y negro. Lo que no quita que en mi faceta de urbanista amateur reniegue a menudo del mobiliario mal emplazado, de la iluminación excesiva o deficiente, del mantenimiento pésimo de las zonas verdes, de la suciedad acumulada en rincones de difícil acceso (malditos fumadores que llenan las rendijas de millares de pestilentes colillas), de las plazas duras en exceso que invitan al resbalón o a la insolación, o a ambos.

¿Pero a qué viene esta larga digresión sobre mi afición a contemplar fachadas, cornisas, parterres o mismamente bolardos, que para quien lo ignore son esos postes chaparros que a su contacto suelen contribuir a moldear el perímetro de nuestros coches? Pues a algo tan peregrino como que ciudades a las que suponemos inteligencia como Madrid y Barcelona pugnan por incorporar a sus territorios, en concreto a sus bienamadas afueras (tan necesarias para su futuro crecimiento), una sucursal a pequeña escala de Las Vegas (a una pequeña escala para nosotros gigantesca: no sé cuántos hoteles, no sé cuántos casinos, no sé cuántos centros comerciales, etc.).

Al margen de la horterada que eso supondría (¿por qué no instalan una ciudad de las artes o un complejo rural de buen gusto en el que se cultiven huertos ecológicos y donde puedan practicarse actividades al aire libre como el taichí o el yoga, con bungalós con encanto y acariciadores riachuelos que acompañen la sosegada lectura?), y de la incentivación en quienes lo frecuentes de males como la ludopatía o el consumismo, el impacto estético sería terrible. Digamos que Las Vegas es uno de los lugares en los que nunca me encontrarán y, sólo pensar en que algo semejante pueda levantarse en mi país, me sale un sarpullido.

Me daría pues muchísima pena que Madrid, la ciudad de mi infancia (a la que regreso siempre que puedo), optara por albergar ese engendro de mal gusto y peor catadura. Pero soy sincera si digo que sentiría mucho más, me sentiría herida en el amor propio (yo y un montón de barceloneses más, a juzgar por las muchas voces que se han levantado en su contra) si dicho engendro pusiera sus cimientos en el área metropolitana de la Ciudad Condal (¡a escasos 20 km!). Y es que como dice el sociólogo y urbanista Jordi Borja a propósito de esa barbaridad, Barcelona es una ciudad ya consolidada, que requiere “más acupuntura que cirugía”.

Pocos discuten que el sucedáneo que el tal Mr. Adelson, magnate del mal gusto, quiere endilgarnos a cambio de un montón de prebendas que nuestros políticos harían bien no contemplar bajo ningún concepto, pone los pelos de punta. ¿Pero hace falta que llegue una hermana pequeña de Las Vegas a sumarse a los bodrios que ya poseemos, o somos capaces de hacer autocrítica y denostar lo que ya hace tiempo que contemplamos a diario? Existe, es cierto, un libro sobre los horrores arquitectónicos de Barcelona, firmado como no podía ser de otro modo por el cronista de la ciudad, Lluís Permanyer: La Barcelona lletja, donde se pasa revista a ejemplos de fealdad innegable como el edificio-bunker de La Favorita (ya derribado) sito en la calle Urgel, El Corte Inglés de Plaza Cataluña o los muchos espantos de los 60 y los 70 que mancillan la ciudad.

La fealdad urbana es un lugar común que se estudia y debate. En el 2010, por ejemplo, el CCCB de Barcelona dio alas a un proyecto expositivo virtual titulado “La ciudad de los horrores”, un aplicativo multimedia creado para la exposición “Barcelona-Valencia-Palma: Una historia de confluencias y divergencias”, que consistía en la confección de un mural fotográfico en el que se dejaba constancia de algunos horrores sitos en dichas ciudades. Puede que no estuviéramos de acuerdo en la fealdad de todo lo retratado (yo hubiera salvado de la quema la escultura de Rebecca Horn enclavada en una de las playas de la Barceloneta, que me encanta), pero les aseguro que, abandono y dejadez aparte, habría bastante consenso en lo que se refiere a las más variadas chapuzas: Bellvitge, Canyelles, la remodelación de la plaza de toros de Las Arenas (con una aberración alada en la parte superior y un amago de pirulí aún peor), La Ciudad de las Artes y las Ciencias (aunque a mí sí me gusten los puentes de Calatrava a pesar de las muchas ”disputas” que suscitan)... Son tantas las ciudades que albergan inmundicia y horrores arquitectónicos (empezando por las polémicas Torres Kío de Madrid), que no daríamos abasto. Aunque quizás una de las boñigas más excelsas sea el horror barcelonés de la Sagrada Familia, tan visitado. A mí, cada vez que paso cerca, un escalofrío me recorre el cuerpo, mezcla de pánico estético y terror a que no vaya a acabarse nunca.

Volviendo a ese collage participativo o museo de los horrores urbanos, diré que creo en esa clase de iniciativas nacidas para invitar a la concienciación de los ciudadanos y de los poderes públicos (si es que los poderes públicos se molestan en visitar exposiciones). Educar el gusto es sin duda la única manera de no reincidir en el mal gusto. Y es que ya lo dijo Wilde: “La estética es superior a la ética, pertenece a una esfera más espiritual”.

COMBATIR LA DEJADEZ

Aunque ojalá fuera la fealdad puntual el principal enemigo de la vista en los paseos urbanos (bastaría con cubrir dichas muestras de torpeza con bonitas y coloridas lonas o envolverlas a lo Christo), y no la dejadez misma, elevada a su máxima potencia en especial en los puntos alejados de la calle, allí donde los patios interiores muestran su cara más inhóspita.

Justamente escribo estas líneas desde un ático con amplias vistas a terrados urbanos, alejado del fragor del tráfico (para mí condición sine qua non para poder gozar de la ciudad) y, por tanto, aún tratándose de un paisaje con cierto encanto, el catálogo de despropósitos que tengo a mi alcance es casi infinito. Y es que aquí, en los patios de manzana, por espaciosos y aireados que estos sean, los ineptos han hecho su negocio: paredes leprosas que añoran su primera capa de pintura, alturas variopintas que dan lugar a paredes medianeras sin más traje que la intemperie, terrados invadidos por antenas filiformes que elevan al cielo plegarias de óxido, aparatos de aire acondicionado de talla XL, tubos de extracción colocados sin orden ni concierto y que expelen perennes aromas a fritanga… Nadie parece haberse puesto de acuerdo tampoco en la pintura de los marcos de las ventanas, ni en la elección de las persianas, por no hablar de los toldos si los hubiere. Mirar hacia abajo es también un poema: resquebrajamiento, plantas muertas, uralitas podridas, materiales abandonados a su suerte sin función aparente, pinzas de tender que se retuercen y tuestan al sol sobre embaldosados descoloridos…

No veo por qué tenemos que vivir a estas alturas con vistas a paisajes inhóspitos, que no cumplen las mínimas normas de salubridad, con ventilación deficiente, cubiertas mal inclinadas, sumideros atascados y un largo etcétera. No veo por qué, ya saliendo a la calle y oteando la ciudad desde los pasos de los paseantes, tenemos que contemplar fachadas llenas de hollín, balcones agrietados donde tendederos, escobas y escaleras conviven con bicicletas puestas en pie. Ser arquitecto en las grandes urbes debe de resultar un drama y provocar no pocas alteraciones del sueño; como asomar cada día a una ciudad bombardeada, en este caso por la negligencia y la desidia. Pues de los casi 87.000 edificios que al parecer hay en Barcelona, de los más de 25 millones que hay en toda España, ¿qué porcentaje está en un estado lamentable, que porcentaje precisa intervenciones urgentes, que porcentaje exige mejoras técnicas y estéticas? ¿Y qué porcentaje podría adaptarse de una vez a mejoras energéticas?

Y es en esta probada necesidad donde se une mi sentido de la estética con mi sentido de la higiene y con mi acaso larvada frustración profesional por la arquitectura, de lo que se deriva que leyera con alegría rayana en el entusiasmo la propuesta que hizo el arquitecto catalán Jordi Masip en La Contra de La Vanguardia (esa sección por la que tantos comienzan el diario) en fecha 23/2/2012. Masip proponía y propone, con el objetivo de reactivar la economía y en concreto el sector de la construcción, rehabilitar los edificios urbanos, que tanto lo precisan. Cada uno de los argumentos que dio en la entrevista me parecieron verdades como un templo, amén de manifestaciones de un gran sentido común:

1) Rehabilitar edificios por ley y no por gusto

2) Exigir el arreglo de edificios en mal estado (por razones de seguridad o de salubridad)

3) Adaptarlos al aprovechamiento de la energía (placas solares, instalaciones geotérmicas, recogida de aguas pluviales…)

4) Evitar el indeseado amontonamiento de antenas y otros desmanes estéticos

Si 85 de cada 100 españoles viven en las ciudades (con una elevada densidad de población por km2), no basta construir, hay que mantener. Y esa es la acupuntura que yo defiendo: no la que construye sino la que rehabilita, no la que añade sino la que sanea y, a la postre, optimiza. Claro que, ¿cómo explicarle a una población que utiliza la calle como cenicero, que deja que el perro se mee en una farola o en la fachada del vecino, que el terrado de su casa debe ser impermeabilizado de nuevo, las antenas agrupadas, los inútiles trasteros derribados, instaladas placas solares? Pues a golpe de decreto, eso está claro. En eso el arquitecto Masip tiene más razón que un santo, vaya si la tiene: no hay que invitar a rehabilitar, sino “obligar” a rehabilitar. Sólo falta que alguien que ocupe poltrona y cargo le haga caso. La ciudad lo merece, lo merecemos todos.